mendi tontorrean
Se oye un “irrintzi”
Desde la cumbre
El argumento central del nacionalismo vasco, que expresa el denominador común de sus reincidentes y diversas proclamas al derecho a la diferencia, se resume en la tesis de que la supervivencia del “conflicto” entre Euskadi y España pone de manifiesto la falta de legitimidad de las reglas de juego constitucionales españolas en Euskalherría. O, quizás dicho con más precisión, lo que pone de manifiesto son las reticencias de los vascos a dejarse gobernar por un sistema constitucional que no acaban de asimilar como propio, aunque lo aprobaron democráticamente.
Una observación preliminar: Las reglas de juego son necesarias precisamente porque existen conflictos y, evidentemente, existen conflictos porque hay normas. Es decir, es el conflicto el que funda la necesidad de la norma y la norma la pervivencia (controlada, si se quiere) del conflicto. Una norma que no provoque ningún rechazo es, simplemente, innecesaria. Aquello que todo el mundo cumple de manera espontánea, no necesita ser proclamado de obligado cumplimiento. Así pues la pervivencia de un conflicto, en sí misma, no tiene por qué poner en cuestión la necesidad de una norma, siempre que se quiera, claro está, no llevar el conflicto hasta el exterminio del antagonista. ¿Pero qué ocurre cuando una norma demuestra carecer de un consenso mínimo para garantizarse su respetabilidad –sea por convencimiento o por temor- ante la población cuya convivencia pretende regular? Este concepto de “mínimo” es evidentemente ambiguo, porque puede hacer referencia tanto a la extensión de un rechazo (el tanto por ciento de ciudadanos que se muestran descontentos con una norma) como a su intensidad (un 5% de ciudadanos dispuesto a echarse al monte puede impedir la aplicación de una norma). El descontento numérico suele solucionarse en democracia por el procedimiento electoral. El descontento intensivo tiene más difícil tratamiento democrático y por ello todas las democracias del mundo recurren a una combinación de procedimientos, incluyendo las medidas excepcionales.
No se puede negar la persistencia nacionalista en exacerbar el antagonismo con España para resaltar que su descontento con las normas de juego es tan extensivo como intensivo. Por eso es dudoso que lo haga con voluntad de encontrar el consenso superior de una norma común. En este caso no enarbolaría de continuo el derecho a
Si un nacionalista acepta que es la constitución la que legitima su reivindicación antagonística, estaría aceptando de facto también que ya no es el antagonismo en sí mismo el que pone de manifiesto la caducidad de
La fuente de derecho constitucional es el fundamento de toda legitimidad. Cuando se niega la legitimidad de las normas imperantes se pone en cuestión aquella fuente. Y no se hace esto gratuitamente, sino en la medida en que se cree disponer de una autoridad supuestamente más fundamental (es decir, más fundante) que la propia legalidad en curso; se trataría de la soberanía decisionista de una comunidad autoproclamada como tal no por la comunidad en sí misma, sino por quienes se erigen en sus representantes naturales. En esta autoridad se encontraría la roca firme sobre la que levantar el derecho a toda reivindicación alternativa a la constitucional.
Esta tesis, sin embargo, se sujeta teóricamente en la doble ambigüedad de los conceptos de “soberanía” y de “pueblo”. Una cuestión va unida a la otra: ¿Son los individuos soberanos los que deciden cuando un pueblo es en sí mismo soberano? ¿Un pueblo soberano tiene autoridad para excluir a los individuos que no están dispuestos a ceder su soberanía individual al proyecto de una soberanía colectiva? ¿El individuo excluido deja por ello de ser soberano? ¿Es cada exclusión capaz de fundar un nuevo derecho a la reivindicación de la diferencia? Un ejemplo: ¿Es Álava un sujeto soberano? ¿Quién tiene legitimidad para decidir si lo es o no lo es?
No hay soberanía sin el apoyo de un autoproclamado soberano y, desde este punto de vista, el ejercicio de autoproclamación de soberanía ha de ser libre y autónomo. Por lo tanto, cualquiera puede autoproclamarse soberano, tanto una colectividad como cualquier grupo social o incluso cualquier persona dentro de esa supuesta colectividad. No se puede salir de ese dilema sin recurrir a la fuerza por un sitio o por otro: o bien para limitar el derecho a la indiscriminada autoproclamación de soberanías o bien para imponer el derecho a la autoproclamación de mi soberanía. Ibarretxe ha insinuado una verdad como un templo: las cuestiones relacionadas con la soberanía se acaban dirimiendo no con argumentos éticos, sino con relaciones de fuerza.
Lo que el lehendakari ha puesto sobre la mesa es un debate sobre el “fundamento de validez” de toda norma de derecho. Es decir, de una norma última, más fundante y, por lo tanto, más soberana, que debería servir de apoyo a todo orden jurídico sin apoyarse ella misma en una norma de rango inferior. Pero preguntarse por un fundamento de validez no fundado en otra norma, significa basar toda norma en
Claro está, también, que las voluntades son maleables y por lo tanto, sujetas a vaivenes de todo tipo. Precisamente por eso la ley tiende a alejarse del inmediato y directo decisionismo voluntarista de los individuos y basarse en una regla despersonalizada. La democracia no es –ni lo ha sido nunca, ni podría serlo aunque quisiera- la experiencia de gobierno directo del pueblo, sino un proyecto de armonía entre soberanía y legitimidad. Es decir: un compromiso entre la limitación legítima de la soberanía de mi voluntad y la limitación legítima de la soberanía de
Tras la permanente reivindicación del antagonismo se encuentra, más o menos enmascarada, la de la reivindicación del derecho a vivir una experiencia revolucionaria. O sea: a una situación excepcional que permita la soberana modificación de unos sistemas de copertenencia por otros. Pero ocurre que en los cambios revolucionarios, cuando las voluntades juegan sus cartas libremente, se transforman inmediatamente, como hemos dicho anteriormente, en relaciones de fuerza. Y lo que acaba mostrando las orejas no es una voluntad libre, sino una fuerza bruta. Sobran experiencias históricas al respecto. Conviene no olvidar, por ejemplo, que quienes sometieron a Guipúzcoa y Vizcaya en el 36 no fueron los moros de franco, ni las tropas italianas, ni la aviación alemana, sino los tercios de requetés navarros, muchos de ellos hablando euskera, procedentes de La Barranca, Leiza, Abárzuza, Lácar, Montejurra, Artajona, etc.