Tras escribir el post titulado "Ciencia y consciencia", he andado dándole vueltas al asunto. Os adelanto mis conclusiones preliminares y, además, os ruego que las tratéis sin piedad, siempre que lo consideréis pertinente, claro está.
No habría que descartar que bajo la presente jeremiada de la reivindicación de valores, tan pomposa, se encuentre un motivo noble. Quizás pueda
entenderse como una respuesta anímica al miedo al nihilismo (Nietzsche sigue
siendo nuestro contemporáneo) y a la neutralidad axiológica de la ciencia.
Parece como si en el discurso de los valores halláramos un camino para
preservar la libertad, la responsabilidad y el mismo valor de lo humano.
Pudiera
ser, entonces, que la reivindicación moderna del valor tuviera un sentido
terapéutico que a la misma reivindicación se le escapa. Pero eso pondría de
manifiesto también la desarticulación interna de nuestra defensa de los
valores.
Los
valores han de ser valiosos. Esto parece evidente, pero no son tan evidentes
las consecuencias que se derivan de esta perogrullada. Si son valiosos, lo son
para nosotros y, en consecuencia, su valor se mide por nuestra disposición a
defenderlos. Y aquí se encuentra el talón de Aquiles de nuestra moralidad.
Quiero decir que precisamente por ser valiosos además de ser apreciados han de
ser defendidos, porque si no estamos dispuestos a defenderlos es que no los
apreciamos tanto como creemos.
Para poner de manifiesto el valor del valor no
hay suficiente con nuestra disposición a dejarnos iluminar por su bondad, como
si su irradiación nos hiciera por ella misma más valiosos a nosotros mismos. El
valor del valor se pone de manifiesto en nuestra acción, que es la que lo hace
valer; es decir, en nuestra disposición hacia su realización práctica. Los
valores viven en el gesto que pone de manifiesto su valor en una situación práctica
en que su presencia no estaba dada. Si ya estuviera dada, no necesitaríamos
defender su valor.
Esto no significa otra cosa que lo siguiente: la puesta de manifiesto del valor
del valor es siempre polémica. No se puede defender el valor sin mancharse las
manos, porque su defensa es, como mínimo un acto militante de negación de un disvalor
o de una ausencia de valor.
Esto
es exactamente lo que no queremos ver: que los valores ponen límites y que al
otro lado de esos límites hay algo contra lo que comprometemos nuestra
conducta.
Los valores valen contra algo. O mejor dicho: como eso contra lo que
vale el valor se manifiesta en la conducta de alguien, hemos de concluir que
los valores valen contra alguien. Es difícil, pues, defender coherentemente el
valor cruzándonos de brazos ante su ausencia o limitándonos a llevarnos las manos a la cabeza.
Podemos dar un paso más. El valor del valor se mide de dos maneras complementarias: por lo que
prohíbe y por lo que estamos dispuestos a entregar en defensa del valor
supremo.
Un
valor que no prohíbe nada, que no impone nada, que no va contra nadie, que no
es polémico o, para decirlo de forma aún más clara, que no es partisano, tiene
un valor muy escaso. Incluso los supuestos valores universales han de ser defendidos de manera decidida. En la esencia del valor está el valorar unas conductas y
en minusvalorar otras, y ambas cosas se encuentra indisolublemente unidas.
Quien pretenda separar la una de la otra, estima en muy poco sus convicciones.
Sólo con respecto a un valor que no valiera nada (si tal cosa fuera posible) se
puede ser neutral. Evidentemente aquella conducta que minusvaloramos también
nos pone en cuestión a nosotros, minusvalorándonos, porque ningunea nuestros
valores más preciados.
Se mire como
se mire, por lo tanto, afirmar un valor significa entenderlo como el polo
positivo de una conducta en cuyo extremo opuesto se halla una conducta negativa
frente a cual nos sentimos llamados a a la acción. Pero la lógica de este
argumento (si la tiene) nos conduce a una conclusión necesaria: Nuestros valores son tanto
más valiosos cuanto más deseamos imponerlos. Por eso sólo podremos comprometernos
en la defensa del pluralismo, por ejemplo, si estamos dispuestos a imponerlo.
Hay, de manera inevitable, un fondo de dogmatismo en nuestras convicciones más
valiosas. La única manera de prevenir su degradación en
fanatismo quizás sea la de ser consciente, precisamente, de que siempre estamos expuestos a
caer en el fanatismo. Añadamos, de paso, que también hay un fanatismo del descreimiento y de la
pasividad moral, que convierte en valor la falta de convicciones fuertes.
Si
hay valores, es decir, si existe más de un valor, únicamente podremos evaluar
su valor relativo con los parámetros del valor supremo, que representa,
entonces, lo más valioso de nuestros valores. Será también, en consecuencia, el
valor más polémico, puesto que será el que más prohíba y el que más nos
exija, de manera que podríamos decir que vale tanto como el precio que estamos
dispuestos a pagar por él. Este precio establece, exactamente, la firmeza de
nuestras convicciones. Cuando Fukuyama dice que el fin de la historia comienza
a ser realidad cuando no hay nadie dispuesto a dar su vida por sus
convicciones, está diciendo algo muy serio. Está diciendo que en esa situación el valor
supremo es la vida y que a ella le sometemos todo el resto de valores. El
precio a pagar por este valor supremo sería el mantenimiento de la propia vida.
O, dicho de otra manera, el mantenimiento de la propia vida a cualquier precio
sería nuestro valor supremo. En castellano diferenciamos entre el “vivir” y el
“sinvivir”. Este último, según el diccionario de la RAE es un “estado de
angustia que hace vivir con intranquilidad a quien lo sufre”. Hemos de suponer
que incluso el sinvivir tendría un precio superior a cualquier otro valor. Para
que esta situación haya sido posible, la defensa de la vida buena como meta del
hombre virtuoso ha tenido que dejar paso a la afirmación del derecho a la vida –a
la vida
tout court- como valor supremo.
¿Cómo podemos, entonces, condenar el sinvalor en nombre de nuestro valor
supremo si nuestro valor supremo puede ser un sinvivir? ¿Y si el precio a pagar
por el valor supremo es el mantenimiento de la vida a cualquier precio, qué precio
estamos dispuestos a pagar por los valores que dependen del valor supremo?