Así empieza esta historia
En diciembre de 2015, cuando estaba escribiendo El cielo prometido, mi amiga B. me envió un libro que leí más que de un tirón, de un desgarro, Le météorologue, de Olivier Rolin. Escribí inmediatamente un artículo para el diario ARA (2-1-2016) que fue el primero que apareció en España sobre este libro. Hace pocas semanas, B. volvió a dar en la diana con otro regalo, la biografía de Evguenia Iaroslavskaia-Markon, citada varias veces en El meteorólogo y cuyo prólogo es de Olivier Rolin. Entenderán que cuando el editor Luis Solano me pidió que presentara a Rolin en Barcelona, dijera inmediatamente que sí.
Ayer comí con Luis y Olivier. Acudí al restaurante bastante intrigado por ver qué tipo de persona sería el francés y si me resultaría fácil hablar con él. Me resultó muy fácil. Por supuesto, lo primero que hice fue recordar a B. Por la tarde, en La Central del Raval mantuvimos un diálogo fluido que creo que resultó interesante y ameno para los asistentes. Intentaré hacer un resumen de todo lo tratado.
Las historias no caen del cielo
“Las historia no caen del cielo ni de las nubes”, ha confesado alguna vez Rolin. Un libro puede comenzar a germinar antes de que el escritor sea consciente de que lo lleva con él. Esto es lo que ocurrió con El meteorólogo.
En abril del 2010, Rolin viajó hasta una remota isla del mar Blanco, la isla Solovki, atraído por su belleza, que había descubierto en unas fotos. No es éste un lugar cualquiera. A partir de 1923 había albergado el primer campo de concentración soviético, que, a diferencia de los otros, fue reivindicado inicialmente por el régimen comunista. Poseía una gran biblioteca que en 1934 llegó a tener 30.000 volúmenes.
Una vez en la isla, Rolin se encontró con las fotos de algunos detenidos, entre ellos con la de Aleksei Feodósievich Vagengheim y la de Evguenia Iaroslavskaia-Markon, pero lo que le interesaba en ese momento era el destino de la biblioteca del campo, que parecía haber desaparecido.
Regresó a la isla el 2012 para rodar un documental titulado “
Solovki. La bibliothèque disparue”. Se volvió a fijar en la foto de Aleksei y, sobre todo, en las cartas que le escribió a su hija Eleonora, que aún no había cumplido 4 años. En ellas le dibujaba plantas y con la ayuda de sus formas naturales le enseñaba los rudimentos de la aritmética y la geometría. Cuando leí el libro lo entendí en primer lugar como un libro de pedagogía. Hoy pienso que estas cartas son un intento desesperado de Alexei por mostrarle a su hija un orden: por apostar por el orden natural y matemático, por el sentido que habían arrancado de sus vidas.
Del documental me impactaron dos frases de dos entrevistados. La primera es de un tal Piotr Leonov, que, rememorando el pasado soviético, exclama “Creo que hemos perdido la esencia del dolor.” La segunda, es de una anciana llamada Anastasia. Cuando Olivier le pregunta “¿El miedo está aún presente?”, responde: “¡Hasta el final de la vida!”. Esta impregnación imborrable del miedo Rolin la lleva al El meteorólogo con dos citas, una de Julius Margolin y, la otra, de Nadezhna Mandelstam. “La URSS me ha enseñado a tener miedo al hombre”, dice Margolin. “De todo lo que hemos conocido, lo fundamental y más tremendo es el miedo,” dice Mandelstam.
Aleksei Feodósievich Vagengheim
En1930, Aleksei “reside en Moscú donde acaban de nombrarlo director del novísimo Servicio Hidrometeorológico Unificado de la URSS. Es miembro del Partido.” Su “especialidad eran las nubes” y “se había propuesto hacer un catastro de las aguas, otro de los vientos y otro del sol” porque “también en el cielo se edifica el socialismo”. Fue detenido la “noche del ocho de enero de 1934” acusado de “sabotear la lucha contra la sequía desorganizando la red de observatorios y falsificando sus previsiones” y de fabricar “previsiones falseadas”. En junio llegó a la isla Solovki, donde comenzó a trabajar en la biblioteca junto a Pavel Florenski, un matemático de la discontinuidad al que Rolin cita tres veces. Jean-Michel Kantor, habla de él en
El nombre del infinito, donde cuenta, entre otras muchas cosas, que un miembro de la KGB le dijo en un interrogatorio: “Nosotros no podemos comportarnos como el gobierno zarista y castigar a la gente por un delito cometido. Nosotros tenemos que anticiparnos.”
A finales de octubre de 1937 salieron 1.117 detenidos de la isla, entre ellos Alexei y Pavel Florenski. A partir de ese momento se pierde su rastro durante sesenta años. El último regalo que Alexei le envió a su mujer fue un retrato de Stalin hecho con piedrecitas.
Lo sorprendente de este hombre es que nunca parece perder la fe en el Partido. Es una especie de Santo Job comunista. Escribe varias cartas a Stalin, a Kalinin, Dimítrov, Yezhov… sin obtener respuesta. No por ello deja de hacer mosaicos de Stalin y de resaltar que “mi confianza en el poder soviético sigue incólume”. No era un hombre admirable, dice Rolin, “y tal vez sea eso lo más interesante, es un tipo medio, un comunista que no se hace preguntas”. “Sentimos un poco de vergüenza por él. Nos hubiera gustado que hubiera sido más lúcido, más rebelde”. En tres ocasiones contrapone su docilidad a la rebeldía e inflexibilidad de Yevguénia Yaroslávskaya-Markon.
En una entrevista Rolin recuerda que para Dostoievski, don Quijote es el personaje más grande de la literatura porque es al mismo tiempo bueno y ridículo. ¿No es este también el caso de Aleksei?
Por 2 veces cita Rolin a Macbeth: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido.” Esta idea está presente en cada página del libro, resaltando la sustitución del entusiasmo revolucionario inicial por el terror como motor de la vida soviética. Incluso Aleksei se ve obligado a reconocerlo en un par de ocasiones: “No consigo conciliar en mi cabeza el bolchevismo y este absoluto sinsentido”; “tengo la impresión de que todo esto no es sino una insoportable pesadilla”.
Visitando en San Petersburgo la sede de una asociación que pretende preservar la memoria de las víctimas, Rolin confiesa que le “recuerda a los locales políticos que conocí en otros tiempos y en los que nos dedicábamos a causas menos confesables”.
¿Qué causas son estas?
Rolin fue en los años posteriores al 68, uno de los líderes de la "Gauche Prolétarienne" y, en concreto, el responsable de su brazo armado, autoproclamado “Nouvelle Résistance populaire”.
Tras la disolución de este grupo, en 1973, Rolin atravesó una zona de descompresión de la que salió 7 años después, el día en que se preguntó por qué no comprar un libro. Ese libro fue Voyage au but de la nuit. Rolin se lo comentó a Benny Lévy (uno de los fundadores de GP, secretario personal de Sartre, que pasará de Mao a Moisés gracias a Levinas), que le reprochó su actitud. No recuerda qué le dijo exactamente, pero me asegura que fue el único miembro de la dirección de Gauche Prolétarienne al que Levy no obligó a pasar por interminables sesiones de autocrítica (sesiones en las que se debían confesar todos los pecadillos pequeñoburgueses que el militante llevaba adheridos a su conducta).
Así pues, Rolin, pasó de Marx a Céline al mismo tiempo que aceptaba que es mejor tener razón con Aron que estar equivocado con Sartre.
Aragon, a quien cita en El meteorólogo, declaró que “L'Histoire a rendu l'enthousiasme amer”. El reconocimiento de esta amargura es lo que empujó a Irving Kristol a confesar que un neoconservador es un izquierdista asaltado por la realidad. Rolin me reconoce que es un modesto neoconservador a la francesa. Ha colaborado –“pero sólo 3 veces”, me recalca- con la revista “Le Meilleur des Mondes”. Esto puede aceptarlo, pero no que lo acusen “de haber pasado del maoísmo al sarkozismo”.
“¿Qué es lo que me interesa de ese país Rusia, que tan poco se esfuerza por ser amable y que, por lo demás, no seduce a nadie?”. Ha viajado a Rusia más de treinta veces. “Incluso pasé dos semanas en un poblacho del Gran Norte siberiano en compañía de un desenterrador de mamuts". Me añade que este hombre estaba convencido de que las aves que veía emigrar hacia el sur hablaban entre ellas en español, por lo que aprendió nuestra lengua con la intención de entenderlas. Gracias a ello podía hablar con Rolin.
Rolin ha reconocido en repetidas ocasiones que se deja atrapar por “el vértigo del espacio” ruso, por “la fascinación por Rusia y la inmensidad siberiana”, que también es “el espacio de aquellos innumerables muertos”. Cada elemento del paisaje puede ser una tumba. Se ha dicho de él que tiene “l’âme un peu slave”. “Sí, por la melancolía”, me reconoce.
En una entrevista que le hicieron en el programa “Un dimanche à la Bibliothèque” (3-XI-2016) sostuvo que “viaja con la esperanza irracional de que alguien te espere allá lejos”. En una conferencia titulada “S’eloigner” (15-8-2015) admite que pasa “mucho tiempo en los caminos del mundo” y que “cuanto más estamos en el extranjero más cerca estamos de revelarnos esa verdad escondida en nosotros mismos”: “Algo, quizás, nos espera”. Siente incluso que la única época de su vida en la que se sintió verdaderamente en casa fue durante su militancia en la Gauche Prolétarienne y, sin embargo, hoy no se siente en absoluto orgulloso de aquella casa.
“Pero tienes casa fija en París”, le digo. Me contesta con una carcajada.
Tiene también un barco, llamado “Malin 3”, que Jake Birkin le ayudo a pintar.
Rolin conoció a Jane Birkin en Sarajevo durante el sitio de la ciudad. En el avión de regreso, Jane viajaba junto a un médico con el cual hablaba vivamente. Rolin le hizo llegar una nota en la que había escrito: “¿Qué le cuentas a ese pesado?” (en realidad la palabra que empleó era más fuerte: “connard”).
Birkin ha declarado: “No he tenido nunca un amigo más leal”.