lunes, 31 de agosto de 2009

En defensa de la literatura


Tras ver algunos comentarios a este apunte, decido no dejarme arrastrar por la melancolía (ya se sabe, la alegría del pobre) hasta las procelosas aguas del "todo tiempo pasado fue mejor" y, para remontar el ánimo, nada mejor que esta inenarrable muestra de la más alta lírica que nos brinda el inmortal Príncipe Gitano:



(Confieso que le he tomado prestado el documento a J.L. López Bulla)

domingo, 30 de agosto de 2009

En torno a Richard Sennett

I
¿La obsesión por la identidad -obsesión ibérica donde las haya- no es una característica de la adolescencia?

II
¿La obsesión por la identidad no pone de manifiesto un cierto rechazo de lo que uno realmente es y una cierta reivindicación de una completud que confunde lo político y lo psicológico con lo teológico? ¿Hay otra forma de ser de lo psicológico y lo político que la de la incompletud? La teología política debería acompañarse de una teología psicológica.

III
La obsesión por encontrarse lo acabado y absoluto de uno mismo como práctica psicológica y de lo nuestro como práctica política. ¿Y como práctica estética? Quizás la experiencia estética sea la única experiencia que nos ofrece la incompletud satisfecha.

IV
¿Y la religión?

V
¿Es el marxismo la ideología del miedo pánico a la soledad y a la incompletud?

VI
¿La obsesión por el reconocimiento completo de uno mismo no lleva aparejada una deformación de la cortesía en sinceridad? La perdida de la insinceridad cortés de la que hablaba Lionel Trilling (Sincerity and Authenticity)...

VII
¿Qué prejuicio contemporáneo es más fuerte, el de la libertad, el de la igualdad o el de la sinceridad?

VIII
¿Hay espacios de reclusión que no sean espacios de trascendencia?

domingo, 23 de agosto de 2009

Bueno, bueno, bueno...



Bueno se ha pasado a la "Destruktion" y lo mejor es que afirma que desde siempre ha militado en ese lado de la filosofía, lo que pasa es que hasta ahora no lo podía decir... o sea que todo su discurso hasta el presente ha sido una mentirijilla piadosa... supongo que también cuando bajaba a la mina a predicarles a los mineros las bondades del materialismo dialéctico era consciente de que descendía envuelto en una "pia fraus".

Lo peor de hacerse viejo no es la edad que te cae encima, sino el empeño de la memoria por recordarte el pasado. La memoria es un buen fármaco contra el entusiasmo (y, por lo tanto, diría Nietzsche, un veneno para la vida). La memoria de aquel Bueno guerrillero implacable de lo absoluto ahora se desmiembra ante el Bueno revelador de los entuertos de la metafísica de la historia.

La filosofía, por lo visto, es un saber relativo que tiene como función demostrar que todo saber absoluto va desnudo. Y, por lo que parece, conoce esta relatividad suya de manera absoluta..

Este es un discurso bonito, de los que gustan a los profesores de filosofía. Tendrá éxito entre todas las moscas dispuestas a descubrir que, en realidad, no hay botella de la que salir, porque no hay nada exterior a la botella. El pueblo, ese pueblo que era contemplado en los sesenta como un sujeto revolucionario, pasa de estas cosas, porque prefiere divertirse a leer filosofía, pero la élite filosófica tiene por misión apiadarse del pueblo y se mantendrá despierta para cuidar de él... porque, se supone, se lo exige su conciencia (que en este caso no parece tener nada de relativo)..

Desde que en el año 98 descubrí a un furibundo apóstol del marxismo convertido en furibundo rortyano, si algo he redescubierto mil veces es que nada hay más cómodo para un filósofo que cambiar de convicciones.

Ayer por la noche le decía a Pere Martinez (estén atentos a este nombre, que está a punto de revolucionar la música hispana con su grupo, "La lengua afilada") que los Diablos, con su "Rayo de sol", han sido más honestos que muchos salvadores de las conciencias hispanas a base de corcheas revolucionarias y talones suculentos. Los Diablos no pretendían salvar a nadie. Sólo querían hacerse famosos y ganar dinero. Y no lo ocultaban. En la filosofía pasa lo mismo. A veces es más admirable el que va de Bono que el que va de Bueno.

sábado, 22 de agosto de 2009

Quien le puso la pierna encima...

La Celia tiene la culpa de esta vuelta a la pierna de la odalisca. Es una mayéutica mayor (la Celia, no la pierna) y tira de la tecla como Sócrates tiraba de la lengua.

Efectivamente, Monsieur Ingres, aun no siendo el mejor de los anatomistas, sabía lo que se hacía. La composición del cuadro es magistral y en cuanto a la señora, pues parece que se le antojó colocarle tres vértebras suplementarias además de ponerle la pierna encima. Los entusiastas del pintor dicen que sacrificó la verdad ante el altar de la belleza. Pero no me convencen... flaco favor le hace este argumento a las señoras con las vértebras justas y las piernas como Dios manda.

Lo de las vertebras, como puede verse en este esbozo, parece que lo tenía decidido de ante mano, pero lo de la pierna no.


Juega con la mujer poniéndola para aquí y para allá, ensayando diversas estrategias formales y parece que cuando le apareció esa pierna encima le gustó. Él sabría por qué (yo confieso que no).

Lo evidente es que no hay manera humana de reproducir la posición de la odalisca a no ser que se acuda al saber artístico del Carnicero de Milwaokee. No se les ocurra probar... corren el riesgo de acabar dislocad@s

Hay otras muchas odaliscas en la historia del arte con una u otra postura. Esta es de Jules Joseph Lefebvre (1874). Pero ninguna tiene ni la pierna ni... la mirada de la de Ingres...


Esa mirada -y, en conjunto, esa cara- es, en mi humilde opinión, lo más desnudo del cuadro. Puede ser que la mujer se esté retorciendo interiormente por el dolor del desmembramiento o que esté presintiendo qué sé yo qué tormentos rabiosos

Martial Raysse, La Grande Odalisque, 1964

Pero, en cualquier caso, la obra, en su conjunto, parece irreproducible

Josh Agle, "La gran odalisca"

Koya Abe, 'After La Grande Odalisque', 2005

Y por eso mismo entiendo que las chicas de la Guerrilla eligieran hacerle a la pobre odalisca algo mucho más cruel que lo que le hizo el sátiro Ingres:

viernes, 21 de agosto de 2009

La pierna izquierda de la gran odalisca

Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Grande Odalisque, 1814.

Se pongan ustedes como se pongan, no encontrarán manera de colocar su pierna izquierda en la posición inverosímil de esta buena señora, sin duda de miembros articulados y desmontables. Parece nacerle del ombligo. O eso o Ingres era un carnicero sin escrúpulos.

Michael Thompson, retrato de Julianne Moore. American Photograph (2003).

Gracias a Dios la Julianne tiene todo en su justo sitio y la pierna le nace donde le tiene que nacer, en la línea de la concepción. Prueba concluyente de que la naturaleza es superior al arte.

martes, 18 de agosto de 2009

Cosas que pasan en el ferragosto

El tipo entró tambaleándose y jurando. Echó una mirada al local, vio las mesas ocupadas y se vino a la barra, a mi lado. No me gustan los juramentos. Nunca me han gustado. Esta es una de las obsesiones educativas de mis padres de la que estoy más agradecido. Eran las doce y algo de la noche y en el Vins y Divins había un ambiente tranquilo en el que el recién llegado no encajaba de ninguna manera.
- ¡Mecagüen....! ¡Ponme una cerveza y ponle otra a este señor!
- ¡Ni hablar! Yo no bebo con gente como usted.
- ¿Pues que tiene mi dinero? ¿Es peor que el de cualquiera?
Me fijé que tenía el labio superior hinchado, los orificios de la nariz con sangre coagulada y un moratón fuerte en la cara.
- No me gusta la gente que hablar con palabrotas!
- ¡Pero si es que los navarros juramos a todas horas! ¡Eso no quiere decir nada! ¡Mecagüen...!
- ¿Es usted navarro?
- Nacido en Suiza, ¡Mecagüen...!, pero de Cascante. Usted no conocerá Cascante...
- Lo conozco perfectamente. ¡Cómo no voy a conocer a la Virgen del Romero y el vino Malón de Echaide!
¿Qué le pude decir? Abrió unos ojos como platos y amplió el surtido de sus improperios.
- ¿No me digas, mecagüen..., que conoces Cascante!
- ¡Y a tu abuelo M....., que era albañil! ¡Y a tu abuela A......!
Esto ya le provocó una borrasca compacta de mecagüens en la que intervino pasivamente buena parte del santoral.
- ¿Pero cómo vas a conocer a mis abuelos?
- Vivían en una casa que hacía esquina, al comienzo de la escalinata empedrada que lleva a la ermita de la Virgen del Romero. ¡Yo lo sé todo de ti!
- ¡Pero si no nos hemos visto nunca!
Efectivamente, era la primera vez que nos veíamos. Pero... mi padre tenía un amigo de juventud en Cascante, M....., cuya hija había emigrado a Suiza en el año catapún. No tenía ninguna seguridad de que ese hombre que tenía delante fuese su nieto, pero, mira por donde, acerté, y ahora estaba rendido de admiración ante mi. Tengo que añadir que en el Vins y Divins se creó un ambiente de expectación enorme, me imagino que más de uno estaba sorprendido por mis capacidades adivinatorias. El borracho comenzó a abrazarme y a darme esos, cosa que no me hacía especialmente feliz, pero indudablemente la culpa era mía, por haber provocado la situación.
- ¿Has oído hablar del nuevo orden mundial? -me preguntó.
- ¿Qué?
- Al inventor del motor de hidrógeno se lo cargaron.
- ¿Quién?
- ¡Pues quién va a ser, las petroleras!
_ ....
- ¡Yo he inventado un motor mejor!. ¡Y vienen a por mi!
Insistió en que bebiera junto a él y yo en que midiera un poco su lenguaje. No lo conseguí, pero su historia me tenía tan interesado, que acepté la cerveza.
Me habló de su mujer, de la que estaba muy enamorado, de su vida pasada en Madagascar y de sus sueños futuros en Belice; de sus inventos y de los sicarios de las petroleras que le habían dado una paliza esa misma tarde.
En fin, no me extenderé. Me despedí de él dejándolo con graves problemas para caminar erguido y en línea recta.
Quizás no habría escrito este apunte si a la mañana siguiente, que era la del domingo pasado, al ir a comprar el periódico no me lo hubiese encontrado durmiendo en un banco del paseo. Al acercarme, para cerciorarme de que, efectivamente era él, se despertó y me miró sobresaltado.
- ¡Mecagüen...! ¿Pero cómo puede ser esto? ¡Si acabo de soñar ahora mismo con tí!
Y se levantó y se fue, moviendo las manos frente a su cara como si espantara moscas... o como si espantara sueños que se hacen de improviso realidad.
No lo he vuelto a ver.

domingo, 16 de agosto de 2009

Esto no es un cuento para niños

Los hechos tuvieron lugar el 19 de octubre de 1917. Son completamente desconocidos a esta orilla del Atlántico y no muy recordados en la orilla americana, pero por su relevancia merecerían que cada 19 de octubre celebrásemos el Día Internacional de la Vergüenza Pedagógica. Más aún: propongo que levantemos un monumento en cada pueblo a los estudiantes Frank Stern y Jennie Baumgartner, detenidos ese día en las calles de Nueva York por provocar desórdenes públicos pidiendo que se elevara el nivel de exigencia de sus escuelas. Frank y Jennie, que al ser detenidos invocaron la libertad de expresión, tenían 9 años de edad. Repito: NUEVE años de edad.

Fueron detenidos también otros muchos niños y niñas, pero ninguno de ellos superaba los quince años.

La crónica del New York Times del 20 de octubre añade que varias manifestaciones, que reunieron a varios miles de niños, tuvieron lugar en Brooklyn y Bronx. Varias escuelas fueron apedreadas y las ruedas de los coches de la policía, pinchadas. El grito de guerra de los manifestantes era "We won't back until the Gary system is taken out". Es decir, "no volveremos a clase hasta que no se retire el sistema Gary." Efectivamente, se mantuvieron activos durante diez días, hasta que, finalmente, consiguieron su propósito.

¿Y en qué consistía este sistema Gary que fue capaz de soliviantar de esta manera los ánimos infantiles? Pues en una reforma reforma escolar (supuestamente) progresista inspirada en la pedagogía de Dewey que fue impuesta por el gobierno demócrata de Nueva York a pesar de la desconfianza creciente de las familias.

Las primeras escuelas Gary se abrieron en Nueva York en marzo de 1915 y desde el primer momento contaron con el aplauso de la prensa de izquierdas y con la reticencia de las familias. Su pretensión era conseguir que la escuela fuese "la vida misma", un lugar donde los niños aprendiesen "a jugar y prepararse para oficios tanto como a estudiar abstracciones."

Cuando las autoridades municipales cerraron las escuelas Gary, reconocieron que, efectivamente, se trataba de un proyecto de educar a los niños en "la doctrina de la satisfacción" más que en la del esfuerzo. Pero los emigrantes, y especialmente los emigrantes judíos procedentes de Alemania que formaron el grueso de la protesta, no esperaban de la escuela satisfacción, sino exigencia. Habían venido a América a prosperar, a salir de su condición, no a perpetuarse en ella. Sabían que ese cambio demandaba a cambio un esfuerzo considerable a sus hijos. Y estaban dispuestos a pagarlo. Por eso no entendían a cuento de qué el proyecto Gary introducía tanto activismo que, a su parecer, era completamente irrelevante, y practicaba un "culto a lo fácil" que sólo podía tener como consecuencia impedirles aspirar a ser algo más de lo que ya eran: mano de obra barata. Ellos habían llegado a los Estados Unidos aspirando al ideal de una escuela elitista para todos y se encontraban con que el esfuerzo intelectual era sustituido por actividades interesantes.

Curiosamente en 1917 las mismas autoridades que fomentaban las escuelas Gary como una medida progresista, tenían en su poder un informe que alertaba de que eran un "completo fracaso". Ofrecían "programas insustanciales y una atmósfera general que habituaba a los estudiantes a un menor rendimiento". El informe estaba firmado por Abraham Flexner y constituía un ataque frontal a las doctrinas pedagógicas de John Dewey.

Por cierto, las revueltas le costaron la reelección al alcalde de Nueva York.

NOTA (seis horas después): Dice mi mujer (que es una crítica despiadada de estos apuntes) que parezco, por este texto, un defensor del viejo programa pedagógico de "la letra con sangre entra". No es esa mi intención. Me milito a proponer un lamento sociológico: lo que ha faltado en todas nuestras reformas y contrarreformas educativas no ha sido la buena voluntad de los gobernantes, sino la sensatez de los padres.

viernes, 14 de agosto de 2009

Envejecer no es para románticos

Mientras ponía la mesa estaba tarareando "Shine on You Crazy Diamond", la canción que Pink Floyd compuso como tributo a Syd Barret y de repente me he dado de narices contra la realidad.
- ¿Pink Floyd, verdad? -me ha preguntado mi hijo. Y la mirada irónica, un poco perdona vidas que me ha lanzado me ha hecho temer lo peor.
Y lo peor se ha hecho carne.
- ¿Cómo te lo tomarías si alguien te dice que eres un Pink Floyd? -me ha vuelto a preguntar.
- ¿Qué?
- Imagínate que oyes "¡Ese tío está hecho un Pink Floyd!", ¿cómo lo interpretarías?
- ¿Un Pink Floyd?
- ¡Resalta el Pink!
Ya me venía temiendo desde hacía tiempo que eso que los Pink Floyd se oyeran tanto en las salas de espera de los dentistas no presagiaba nada bueno. Pero, la verdad, no estaba preparado para esto. Resulta que ser un "Pink Foyd" es ser un lerdo, un quillo, un desaguisado existencial, una ridiculez, un don nadie con infulillas.
Me he sentado en silencio y en silencio he comenzado a comer y mientras me llevaba la cuchara a la boca mis veinte años han venido a llamar a mi puerta, desconsolados, y no he tenido ni un mísero vaso de agua que ofrecerles. Nos hemos mirado boquiabiertos, me han dado la espalda, y se han ido, empequeñeciéndose más y más, camino del horizonte de la desmemoria.

Encuentro, a las 2:35 de la madrugada del sábado, que Claudio proponen completar este texto con el siguiente vídeo (y, por supuesto, le hago caso inmediatamente):

40 años después



miércoles, 12 de agosto de 2009

Se acabó el respiro: Derrida y Cassirer

Este blog, como cualquier observador puede ver, se escribe a cuatro manos: las de Claudio y las mías. Así que sin más preámbulos le cedo la palabra:

He encontrado la mención de Wolin al arresto de Derrida. Está en un post-scriptum al Capítulo 6. En caso de que pueda interesar, traduzco el final.

"Aunque los sucesos de Diciembre de 1981 queden lejos de las llamadas 'experiencias de conversión', para Derrida arrojaron en todo caso una nueva luz sobre el sentido de la tradición humanista que, por otra parte, había despreciado severamente.

Derrida había estado impartiendo en secreto seminarios de filosofía en la Checoeslovaquia de Gustav Husek, cuando fue súbita e inesperadamente detenido. En un instante, el 'imperio de la ley' que había disfrutado como ciudadano francés quedó en suspenso. Se encontró completamente a merced de un poder político arbitrario y despótico. Ésta, razonó, debe ser la situación a la que se enfrentan los ciudadanos del este de Europa a diario. Fue liberado en última instancia por la intervención directa del presidente francés François Miterrand. La contradictoria respuesta intelectual de Derrida en la época es descrita por un colega filósofo:

'Recuerdo a Derrida, en la 'École Normale Supérieure' de la calle Ulm, tras su arresto en Checoeslovaquia. Durante su seminario explicó que se había sentido bastante angustiado, ya que, tras haber pasado su vida como filósofo deconstruyendo el humanismo y diciendo que la idea de autor y responsabilidad no existe, un día había sido desnudado por la policía en una comisaría de Checoslovaquia. Tuvo que admitir que se trató de una seria vulneración de los derechos humanos. Ese día, Derrida demostró su gran lucidez, diciendo que se encontraba en una posición intelectual muy extraña. Por ello propuso la categoría de barroco intelectual, ya que, según él, los dos niveles no se cruzaban' (1)

Derrida escogió racionalizar sus experiencias echando mano de la noción de 'barroco intelectual', que expresaba la disonancia entre su filosofía antihumanista y una realidad política en la cual la relevancia del humanismo parecía indiscutible. Afortunadamente quedan otras opciones disponibles para aquellos que no han abandonado completamente la herencia humanista"

(1) Se trata de Alain Renaut, citado en Dosse Historia del estructuralismo

Richard Wolin, The seduction of unreason

"Lo que él (Derrida) encuentra más chocante sobre este hecho es que no permite ser narrado de la forma en que sus entrevistadores (Le Nouvel Observateur) esperan. "¿Qué se supone que debo decir? '¿Que se me han planteado algunas preguntas en lo que se refiere al Estado, la subestructura y la función del discurso en lo que se refiere a los derechos del hombre hoy?' ¿O más bien: lo esencial es lo que se estaba discutiendo allí, en el seminario prohibido, sobre la cuestión del sujeto y otros temas relacionados? ¿O incluso: lo que me ocurrió allí necesitaría de una forma de narración diferente de la de las noticias de las dos?" Su experiencia en Praga no es más pertinente para entender su trabajo que lo es saber, por ejemplo, que una de sus memorias más tempranas e inolvidables fue su sensación de aislamiento en cuanto hijo de una numerosa familia judía asimilada durante un período de persecución creciente y de violencia racial. Tales hechos son importantes, pero no en el sentido de que 'expliquen' lo que Derrida ha posteriormente escrito"

Al leer esto he pensado, por una parte, en Levinas, que formó parte del grupo de estudiantes que asistió al debate de Davos entre Heidegger y Cassirer. Tras el debate, los estudiantes organizaron una fiesta en el transcurso de la cual Levinas subió al escenario para ridiculizar a Cassirer. Se tiñó el pelo con polvo de tiza y caminaba gritando "Humboldt-kultur", recordando a todos que Cassirer había actuado como representante de la cultura de la Alemania de Humboldt frente al antihumanismo heideggeriano. Lo más curioso de esto es que posteriormente confesó que lo que había dicho era "Soy un pacifista, soy un pacifista", y que se dirigía a Heidegger, no a Cassirer. La mujer de Cassirer al enterarse de esto se ofendió, con toda la razón del mundo.

He pensado también en mi admirado Jan Patocka que también tenía que impartir sus clases de filosofía clandestinamente en la Praga comunista. Era muy subversivo (lo digo sin ninguna ironía): hablaba de Platón, de Europa y del alma. Fue detenido por la policía sin tener ningún Miterrand que lo defendiera. Tras ser sometido a un durísimo interrogatorio durante once ininterrumpidas horas, fue conducido al hospital de Strahov, donde murió poco después, el 13 de marzo de 1977. La causa "oficial" de su muerte fue una hemorragia cerebral. Durante el funeral y el entierro agentes de policía estuvieron tomando fotos e identificando a los asistentes. Un helicóptero sobrevoló la ceremonia, para que no se pudiese oír ningún discurso y atemorizar a los presentes. Las autoridades "aconsejaron" a las floristerías de Praga que no vendiesen flores aquel día.

No se puede jugar impunemente con el humanismo.

Un respiro

martes, 11 de agosto de 2009

Wolin sobre Foucault

FOUCAULT THE NEO HUMANIST

In 1975 and 1976, Michel Foucault published two books that single-handedly reoriented scholarship in the humanities: Discipline and Punish and The History of Sexuality. Thereby, Foucault fundamentally altered the way we think about power.

For centuries, power had been associated with the negative capacity to deny or forbid. In spatial terms, it stood at the apex of a vertical axis. This view suited our modern conception of political sovereignty as a top-down phenomenon. Power reputedly consisted of a relationship between sovereign and subjects. It bespoke the capacity of rulers to censure or to control the behavior of those they ruled. That was the traditional model of power that Foucault vigorously challenged in these pathbreaking studies. As he remarked laconically: "In political thought and analysis, we still have not cut off the head of the king." By remaining beholden to an anachronistic notion of power, the human sciences, Foucault claimed, remained impervious to the distinctive modalities and flows of power in modern society, tone-deaf to the diffuse and insidious operations of "biopower": modern society's well-nigh totalitarian capacity to institutionally regulate and subjugate individual behavior — via statistics, public-health guidelines, and conformist sexual norms — down to the most elementary, "corpuscular" level.

What would happen if we reconceived power as operating on a horizontal axis, wondered Foucault? What if the traditional vertical focus on sovereignty, governance, and law were diversionary, leading us to mistake power's genuine tenor and scope? What if power's defining trait were its productive rather than its negative or suppressive capacities? In that case, power's uniqueness would lie in its ability to shape, fashion, and mold the parameters of the self, potentially down to the infinitesimal or corpuscular level. Following Descartes, we have typically been taught to conceive of the self as a locus of autonomy or freedom. But what if this autonomy were in fact illusory, concealing potent, underlying, and sophisticated mechanisms of domination?

That is the hypothesis Foucault sets forth during his later, "genealogical" phase. Just as Nietzsche, in Genealogy of Morals, tried to show that the Western ideas of good and evil derive from an ethos of weakness — specifically, from the "slave revolt" in morals against aristocratic society — Foucault, in a similar vein, seeks to demonstrate the compromised origins of the modern "subject." In his view, the illusions of autonomy conceal a deeper bondage. The so-called subject is merely the efflux of what Foucault construes as a totalizing "carceral society." From early childhood, the subject is exposed or "subjected" to what Foucault labels the "means of correct training": an all-pervasive expanse of finely honed behavioral-modification techniques that suffuse the institutional structure of civil society — schools, hospitals, the military, prisons, and so forth.

In this way, Foucault boldly upends the modern narrative of progress. What we have customarily interpreted as evidence of expanding civic freedom — that is, the triumph of rights-based liberalism — when viewed in a Foucauldian optic has in fact produced more effective mechanisms of social control. Foucault audaciously stands the standard, Enlightenment view of the relationship between insight and emancipation on its head. Knowledge, which we traditionally thought would set us free, merely enmeshes us more efficiently in the omnivorous tentacles of "biopower." The popular Foucauldian coinage "power/knowledge" suggests that the modern ideal of value-free knowing is illusory. Instead, knowledge is perennially implicated in the maintenance and reproduction of power relations. The reign of biopower is buttressed and facilitated by the scientific disciplines of criminology, medicine, public administration, and so forth. In Foucault's view, moreover, the Enlightenment-inspired discourse of the human sciences is a prime offender. The so-called sciences of man function as the handmaidens of a nefarious "disciplinary society," furnishing it with data that serve the administrative needs of "governmentality": the Orwellian technique of turning citizens into pliable and cooperative "docile bodies." Little wonder that in The Order of Things — a manifesto of French antihumanism — Foucault unabashedly celebrates the "death of man" and implies that, in the aftermath of his disappearance, the world will be much better off.

Contra Hegel, truth does not yield "absolute knowledge." Instead, as Foucault maintains in a 1977 interview, truth must be reconceptualized "as a system of ordered procedures for the production, regulation, distribution, circulation, and operation of statements." As such, truth is "linked in a circular relation with systems of power, which produce and sustain it, and to effects of power, which it induces and which extends it." In his celebrated essay "Nietzsche, Genealogy, History," Foucault carries this analysis a step further, claiming provocatively that "all knowledge rests upon injustice. ... [The] instinct for knowledge is malicious (something murderous, opposed to the happiness of mankind)."

In The History of Sexuality, Foucault raised the alarm concerning the perils of "normalization." The notion that one should possess a normal sexual identity, he suggested, testifies to the workings of biopower. It is a mechanism of social control that reinforces conformist sexual practices and criminalizes "deviancy." In Foucault's view, the 1960's ethos of sexual liberation, as prophesied by Wilhelm Reich and Norman O. Brown, was merely another manifestation of normalization: Under the guise of sexual emancipation, we were instructed by "experts" to define ourselves in terms of having a positive and determinate sexual identity. Yet, as normative, all such conceptions are by definition limiting, exclusionary, and fundamentally repressive. The only way to counteract the pitfalls of "normalization," Foucault suggests (following the lead of Georges Bataille), is through an ethos of radical "transgression."

Yet, at times, the maw of biopower as described by Foucault seems so inescapable and totalizing that one is at a loss as to how one might combat it. After all, how can we ensure that a given instance of transgression is not merely a ruse on the part of biopower to further ensnare us? At The History of Sexuality's conclusion, all we are left with is a tantalizing yet frustratingly nebulous appeal to a "different economy of bodies and pleasures."

In North America, Foucault's innovative conception of biopower inspired new research models, above all in the areas of feminism, gender studies, and "queer theory." Auspiciously, The History of Sexuality appeared in English in 1978, just as the feminist and gay-rights movements had attained a measure of respectability and political prominence. That was also the moment when first-wave or rights-oriented feminism seemed to have run out of steam. Second-wave feminism, which embraced and affirmed women's "difference," emerged to fill the void. Although liberal political thought excelled at theorizing basic rights — and thus well suited the needs of first-wave, egalitarian feminism — it had little to say about trickier questions of female "self-realization": how women might fulfill themselves as women. Here, conversely, Foucault's bio-power paradigm, with its endemic suspicions of "norms" and "normalization," not to mention its manifest sympathy for "marginal sexualities," excelled, especially where considerations of "difference" were at stake.

In American academe, that's the gist of the Foucault story. He has been venerated and canonized as the messiah of French antihumanism: a harsh critic of the Enlightenment, a dedicated foe of liberalism's covert normalizing tendencies, an intrepid prophet of the "death of man."

But increasingly that perception seems wrong, or, at best, only partially true. Considerable evidence suggests that, later in life, Foucault himself became frustrated with the antihumanist credo. He underwent what one might describe as a learning process. He came to realize that much of what French structuralism had during the 1960s rejected as humanist pap retained considerable ethical and political value.

That re-evaluation of humanism redounds to his credit as a thinker. It stems from a profound and undeniable moral insight: If one wishes to become an effective critic of totalitarianism, as Foucault certainly did, the paradigm of "man" remains an indispensable ally. After all, it is the totalitarians themselves who seek to quash or eliminate man. As antitotalitarian political analysts and actors, our responsibility is to spare him that fate.

It would not be a misnomer to suggest that in fact the later Foucault became a human-rights activist, a political posture that stands in stark contrast with his North American canonization as the progenitor of "identity politics."

The major difference between the two standpoints may be explained as follows: Whereas human rights stress our formal and inviolable prerogatives as people (equality before the law, freedom of speech, habeas corpus, and so forth), identity politics emphasize the particularity of group belonging. The problem is that the two positions often conflict: Assertions of cultural particularism often view an orientation toward rights as an abstract, formalistic hindrance. Thus identity politics risks regressing to an ideology of "groupthink." Or, as a percipient German friend once observed with reference to the American culture wars, "Identity politics: That's what we had in Germany between 1933 and 1945." He correctly insinuated that unless multiculturalist allegiances are mediated by a fundamental respect for the rule of law and basic constitutional freedoms, the door will have been opened to fratricidal conflict.

In Discipline and Punish, Foucault embraced the thesis of "soft totalitarianism" to describe the carceral system of the modern West. To his credit, he would eventually criticize with equal vigor the post-Stalinist variant of totalitarianism predominant in Eastern Europe. (Among left-leaning French intellectuals, a veritable turning point and awakening came with the publication of Solzhenitsyn's magisterial Gulag Archipelago in 1974.) If, during the 1960s, the heroes of the French left had been developing-world revolutionaries such as Che, Fidel, Ho Chi Minh, and Mao, during the late 1970s dissidence was in vogue. Václav Havel, Andrei Sakharov, Lech Walesa, and a cast of less-heralded oppositionists became the new standard-bearers for the figure of the engaged intellectual.

With acumen and enthusiasm, Foucault boarded the antitotalitarian bandwagon. Since his election to the prestigious Collège de France in 1970, he increasingly cultivated the persona of an intellectual activist. During the 1970s, Foucault justly inherited Sartre's mantle as the prototype of the intellectuel engagé. One of his first forays in this regard consisted of a vigorous defense of the so-called New Philosophers — ex-Maoists, such as André Glucksmann, Bernard-Henri Lévy, and Guy Lardreau, who had finally seen the light and reinvented themselves as un-relenting critics of left-wing political despotism. In many respects, the New Philosophers were Foucault's intellectual progeny. Using conceptual tools he had developed such as "power/knowledge" and disciplinary surveillance, they merely extended his critical position to encompass the Soviet-dominated lands of, in Rudolf Bahro's words, "really existing socialism."

In 1977 Foucault took to the pages of the French weekly Le Nouvel Observateur to publish a ringing justification of Glucksmann's antitotalitarian screed, The Master Thinkers, for daring to speak truth to power. Undoubtedly, Foucault saw through much of New Philosophy's rhetorical histrionics and shallow posturing. In his view, what was primarily at stake was a larger political point: delivering a coup de grâce to the French left's naïve infatuation with Marxism. Previously, French intellectuals had developed a network of sophisticated rationalizations to justify left-wing dictatorships. However, in view of the 1968 Soviet invasion of Prague, the unspeakable depredations of Mao's Great Proletarian Cultural Revolution, and Pol Pot's gruesome reign of terror in Cambodia, such justifications were wearing increasingly thin. Wasn't a distinctly grisly and horrific political pattern beginning to emerge? In this way, Foucault sought to call the bluff of his fellow leftists. In his review-essay "The Great Rage of Facts," he pointedly mocked the idea, once popular among the left, that the historical necessity of socialism could ever trump basic human or moral concerns.

Far from being a one-time gambit, Foucault's spirited endorsement of the antitotalitarian ethos set the tone for many of his later intellectual and political involvements. In 1978, Bernard Kouchner, the human-rights activist and Doctors Without Borders founder, contacted Foucault to support the plight of the Vietnamese "boat people," who were fleeing persecution by the recently installed Communist government. As a result, the group "A Boat for Vietnam" was founded, with Foucault as one of its leading activists. Along with Glucksmann, Kouchner, Sartre, and Raymond Aron, the organization successfully lobbied President Valéry Giscard d'Estaing to increase France's quota for Vietnamese refugees.

The alliance with Kouchner and Glucksmann transformed Foucault into a passionate advocate of humanitarian intervention, or le droit d'ingérance: the moral imperative to intervene in the domestic affairs of a nation where human rights are being systematically violated. In 1981, Foucault addressed a major conference held at U.N. headquarters in Geneva where these themes were debated and discussed. In his speech, Foucault eloquently praised the responsibilities of"international citizenship," which, he claimed, "implies a commitment to rise up against any abuse of power, whoever its author, whoever its victims." "Amnesty International, Terre des Hommes, and Médecins du Monde," he continued, "are the initiatives which have created this new right; the right of private individuals to intervene effectively in the order of international policies and strategies." If Foucault retained aspects of his earlier, antihumanist worldview, they were certainly undetectable in his moving Geneva speech.

Later that year, Gen. Wojciech Jaruzelski declared martial law in Poland, brutally suppressing Solidarity, Eastern Europe's first independent trade union. The response by most Western European statesmen was a deafening silence. They judged the matter to be a purely "internal" Polish affair. They feared fanning the flames of the cold war. (Ronald Reagan's presidency had begun earlier that year.) So much for international solidarity. Better that the civilian populations of Eastern Europe passively endure the yoke of authoritarian rule. The recently elected French Socialist government had an additional, domestic political motivation to look the other way. It had come to power in an alliance with the French Communists. A rift over the "Polish question" risked fracturing the alliance.

At the behest of Pierre Bourdieu, Foucault once again sprang into action. The two intellectual luminaries jointly drafted an impassioned statement urging the Socialists not to repeat the ignominious blunders of 1936 — refusing to come to the aid of the embattled Spanish Republic — and 1956 — countenancing the Warsaw Pact's brutal invasion of Budapest. The statement was broadcast on French radio. Among its signatories were Glucksmann, Kouchner, Yves Montand, and Simone Signoret. Thereafter, the French government enacted a sudden volte-face, vigorously protesting the declaration of martial law. President François Mitterrand released a statement in support of the oppressed Poles. Prime Minister Pierre Mauroy abruptly canceled a forthcoming diplomatic visit to Warsaw. Led by Foucault, French intellectuals had risen to the occasion. It was not quite the Dreyfus affair. But it was a worthy performance nevertheless.

During the late 1970s, Foucault became acquainted with Robert Badinter, an influential jurist who was an avowed admirer of the philosopher's work on prisons and punishment. In 1981, Badinter became Mitterrand's minister of justice. One of his first official acts was to abolish the death penalty. Other progressive legislative measures followed: A draconian 1970 anti-riot act was invalidated, police surveillance of homosexuals was forbidden, and the dreaded maximum-security wings of French prisons were shut down. Badinter and Foucault developed a deep friendship. Undoubtedly, many of the minister's ideas on progressive penal reform had been inspired by Foucault's teachings and doctrines.

But did Foucault's new political self-understanding as a human-rights activist have any repercussions on his philosophical views? Emphatically so. This theme is the centerpiece of Eric Paras's provocative new book, Foucault 2.0: Beyond Power and Knowledge (Other Press). Paras deftly and painstakingly culls his evidence from Foucault's later Collège de France lectures, most of which remain unpublished. If his insights are correct, his study portends a veritable sea change in Foucault scholarship.

As Paras shows, in his later years Foucault had clearly become disenchanted with the research program he had honed during the mid-1970s in Discipline and Punish and The History of Sexuality. The treatment of "power" in these works proved too suffocating and monolithic. The idea of resistance to power seemed all but ruled out.

Two developments lend crucial support for Paras's hypothesis concerning Foucault's momentous paradigm shift, which, significantly, foreshadowed a rehabilitation of "man" and "subjectivity." First, Foucault abandoned the methodological tack he had outlined in The History of Sexuality, which focused on sexuality as a means for "power/knowledge" to extend its sinister hegemony. Instead, during his later years, he turned to a more positive concept of subjectivity, centered on the "art of living" in ancient Greece and Rome. Foucault had come to believe that such pre-Christian, pagan approaches to the idea of self-cultivation represented a valuable heuristic — a means to overcome the deficiencies of modern conceptions of the self. Second, the term "power/knowledge" itself is entirely absent from his later lectures and texts — a telling indication of how radically dissatisfied Foucault had become with the limitations of his earlier approach.

Paras's most radical and potentially controversial claim concerns Foucault's later re-evaluation of the idea of subjectivity. During the 1960s, as a card-carrying structuralist, Foucault, along with Roland Barthes, Jacques Lacan, and Louis Althusser, had celebrated the "death of the author" as a pendant to the fashionable postmodernist thesis concerning the "death of man." But as Paras remarks, if we know a great deal about Foucault's challenge to "the hegemony of 'man,' we are comparatively ignorant of the process by which he abandoned his hard structuralist position and later embraced the ideas that he had labored to undermine: liberty, individualism, 'human rights,' and even the thinking subject."

The goal of Foucault 2.0, then, is to fill this void. In fact, given Foucault's avowed fascination with Greco-Roman techniques of self-formation in studies such as The Care of the Self and The Use of Pleasure, it would be entirely reasonable to speak of a return of the subject in his later work. As Foucault remarks in a late interview, "I think it is characteristic of our society nowadays, that subjectivity has the right to assert itself, and to say ... 'that I cannot accept,' 'that I don't want,' or 'that I desire.'"

The evidence for this return is copious. In several key later texts, Foucault demonstrates an avowed fascination with what he calls an "aesthetics of existence": an approach to the self-mastery predicated on considerations of "style" or "aesthetics." According to Foucault (here, closely following Nietzsche), the Christian idea of self-mastery culminated in self-renunciation or self-abnegation. Hence, it was disturbingly life-negating. Conversely, in the ancient world, care of the self focused on "the choice of a beautiful life." Here, the goal of self-rule or autonomy was primarily aesthetic — hence, it was profoundly life-affirming. As Foucault enthusiastically remarks in a late interview, "The idea of the bios [life] as material for an aesthetic piece of art is something that fascinates me."

In Foucault's view, the Greco-Roman idea of aesthetic self-cultivation meshes with the central ideas of two main theorists of the modern self, Baudelaire and Nietzsche. Baudelaire's "dandyism" — his idea of turning one's own persona into a veritable work of art — became for the later Foucault a positive model of individual self-realization, as did Nietzsche's celebrated injunction in The Gay Science "to 'give style' to one's character — a great and rare art!" As Foucault explains: "What strikes me is the fact that in our society art has become something which is related to objects and not to individuals, or to life. ... But couldn't everyone's life become a work of art? Why should the lamp or the house be an art object, but not our life?"

Thereby, Foucault's work seems to have come full circle. Under the sign of aesthetic self-realization, Foucault rehabilitates and vindicates the rights of subjectivity. As Foucault avows, his new normative ideal is "the formation and development of a practice of Self, the objective of which is the constitution of oneself as the laborer of the beauty of one's own life."

French critics have long pointed to the central paradox of the North American Foucault reception: that a thinker who was so fastidious about hazarding positive political prescriptions, and who viewed affirmations of identity as a trap or as a form of normalization, could be lionized as the progenitor of the "identity politics" movement of the 1980s and 1990sa movement that, as Christopher Lasch demonstrated, had abandoned the ends of public commitment in favor of a "culture of narcissism." Paras's case for the "neohumanist" Foucault is persuasive and well documented. One wonders how long it will take Foucault's North American acolytes to reorient themselves in light of Paras's impressive findings. That would mean abandoning the fashionable preoccupation with "body politics" — the obsessive concern with a "different economy of bodies and pleasures" as a mode of transgression — and, following the later Foucault, according the claims of humanism their due.

Richard Wolin is a professor of history, comparative literature, and political science at the Graduate Center of the City University of New York. His books include The Seduction of Unreason: The Intellectual Romance With Fascism From Nietzsche to Postmodernism (Princeton University Press, 2004) and The Frankfurt School Revisited (Routledge, 2006).

domingo, 9 de agosto de 2009

Sócrates y Foucault

Es bien sabido que el último Foucault se fue alejando progresivamente del interés por las genealogías para ir centrándose en una reflexión sobre el viejo precepto griego del “cuidado de sí”, de la “epimeleia seautou”. Por este camino tarde o temprano tenía que llegar a Sócrates. Lo curioso es que llegó al final de su vida, poco antes de su muerte, en el que –él aún no era consciente de ellos- habría de ser su último curso.

Mientras el virus del SIDA se estaba adueñando de su vida, Foucault escribe: "Es necesario, como profesor de filosofía, dar al menos una vez en la vida un curso sobre Sócrates y la muerte de Sócrates".

A medida que el virus avanza implacable, Foucault va desgranando los tres textos platónicos que constituyen lo que podríamos llamar el ciclo de la muerte del filósofo: Apología, Critón y Fedón. Y lo hace habiendo descubierto previamente la relevancia que la libertad de palabra, la “parresía”, tenía para los griegos. Con términos foucaultianos podemos definir la "parresía" como “el coraje de la verdad en aquel que habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad de lo que piensa”.

Dejemos de lado la cuestión de si Sócrates decía toda la verdad de todo lo que pensaba y la de si lo decía o no abiertamente. Lo importante es la insistencia de Foucault en que la “epimeleia”, el cuidado de sí, adquiere con Sócrates la forma de una relación entre la verdad y el alma (por cierto: siempre he sospechado que Foucault no descubre esta idea directamente en los textos de Platón, sino en los de Patocka, a quien acababa de leer). La muerte de Sócrates pone de manifiesto el momento crucial en el que la verdad se constituye como una forma de vida, más que como un modelo del ser ontológico del alma. “La muerte de Sócrates -remacha Foucault- funda, en la historia de occidente, la filosofía como una forma de veridicción, en la cual el coraje debe ejercerse hasta la muerte.”

Leo esto y pienso en Unamuno y en el último año de vida de Foucault. Mientras Unamuno no dudó en defender la verdad con coraje frente a los que celebraban chulescamente la muerte, el promiscuo Foucault se calló su enfermedad cuando ya era consciente de los riesgos que implicaba tener relaciones sexuales sin protección. Y se presentó ante la muerte con ese silencio que fue urdiendo entre saunas y cuartos oscuros, con un cinismo que hace daño al rememorarlo: "Morir por el amor de los muchachos. ¿Hay acaso algo más bello? ¿Acaso no debemos todos nuestra paz a los juramentos prestados por los bárbaros?". Sí, hay algo más bello, Señor Foucault. Es más bello no andar jugando con la vida de los otros en medio de una epidemia. Perdóneme usted que responda a su cinismo con mi despecho, pero encuentro un punto de justicia heraclitiana en el hecho de que fuera usted a morir entre cuidados médicos (para usted los médicos eran esbirros del poder, al lado de maestros, psiquiatras y carceleros) en una habitación de un hospital (una de las muchas instituciones que usted se pasó la vida criticando).

Imágenes de Sócrates

Luca Giordano,
Sócrates

Luca Giordano
Sócrates entre Alcibíades y Jantipa, 1660/65,
(Cclicar para ampliar)

Karl von Blaas
Sócrates y Alcibíades, 1836, Col. privada
(clicar para ampliar)

Henryk Siemiradzki
Sócrates y Alcibíades (1875).
(Clicar para ampliar)

Saint-Quentin,
Muerte de Sócrates
, 1762, París, École des Beaux-Arts

Regnault,
Sócrates arranca a Alcibíades de los brazos del placer sensual,
1791, Louvre,

Jean-Léon Gérôme,
Sócrates se encuentra con Alcibíades en casa de Aspasia

(1861) (col. particular)

Reyer Jacobsz van Blommendael (1628-1675)
Sócrates, sus dos mujeres y Alcibíades
Estrasburgo, Musée des Beaux-Arts

jueves, 6 de agosto de 2009

Loa apresurada de Jim Tedesco

Los Estados Unidos son un país muy raro. Está lleno de políticos estrambóticos y desmedidos empeñados en asuntos tan esotéricos como el de controlar cómo se gasta el gobierno cada céntimo de los impuestos de los contribuyentes. Ya se ve que son gente sin ideales, que sólo piensan en dinero. El último ejemplo de la excentricidad materialista del país nos lo ha proporcionado Jim Tedesco, un político republicano de Nueva York que se ha empeñado en que los ricos que van a la cárcel se paguen de su bolsillo una parte, al menos, de su estancia. El Estado de Nueva York se gasta 25.000 dólares por presidiario y año, sin hacer distingos entre un convicto llamado Madoff y un ratero anónimo. ¿Por qué -se pregunta Tedesco- el erario público tiene que contribuir al mantenimiento de un tipo que, como Madoff, ya le ha costado al contribuyente un riñón?"

Se han presentado propuestas similares a la de Tedesco en New Jersey y Georgia. Bien mirado, no deja de ser una intervención socialdemócrata: que contribuya más en el saldo de sus deudas sociales aquel que más tiene.

La tentación de la metáfora

Con frecuencia lo difícil es no metaforizar, limitarse estrictamente a la pulcra descripción. ¿Pero la mera descripción no es ya una reducción de lo que se da espontáneamente en el mundo de la vida? ¿Qué es lo primero la metáfora o la enumeración? ¿Y qué es, entonces, más natural la metáfora o su represión?

martes, 4 de agosto de 2009

Bukowski al Vins i Divins



Esta tarde a las 9 "Vins i Divins" ha convocado a los admiradores de Bukowski a leer sus poemas (o pasajes elegidos de su prosa). Es una apuesta arriesgada. ¿Cuántos admiradores de Bokowski habrá en Ocata? ¿Cuántos no estarán de vacaciones? ¿Cuántos estarán dispuestos a venir? Como mínimo uno, se lo aseguro, estará allí puntual.

platónico

ella deseaba una tarde platónica y le dije, muy bien
¿pero qué haremos?
ella dijo, me gusta conversar.
así que la llevé al hipódromo y
conversamos.
ella llevaba una cinta india en la cabeza
y conversó sobre literatura
y yo sobre caballos
ella iba a enseñar poesía cuando regresara
al este
después de las carreras, ella mencionó
que le gustaba este lugar hispano, que la comida era muy
buena, ya dado que yo había ganado $65 en las apuestas
pensé que estaría bien.
la decoración era española
la comida mexicana y
el hombre al piano cantaba canciones norteamericanas
en inglés,
estridente.
ordenamos bebidas y cena
y ella hablaba fuerte y
agudo
para que pudiera escucharla por encima
del cantante y del piano
ella gritó: ¡realmente deseo
enseñar! ¡he deseado hacer algo
parecido desde que mis
hijos crecieron!
yo grité: ¡ajá!
me comenzó a dar jaqueca
ella gritó: ¿crees que la poesía
puede ser enseñada?
yo grité: ¡no!
ella gritó: ¡creo que yo sí puedo hacerlo!
yo grité: ¿quieres otra bebida?

regresé a mi asiento con algo de vodka
con seven up
algún día, gritó, voy a
aislarme dentro de mí misma voy a estar sola
y realmente voy a escribir algo
ella continuaba gritando aunque
el hombre del piano ya se había retirado.
mientras ella hablaba
como si bailara, una semi-danza
con repetidos movimientos de los brazos. a veces
reía frenéticamente y golpeaba mis piernas y las pellizcaba.
¡los dioses no me ignorarán!
gritaba.
te llevaré hasta tu coche, le
dije, este vecindario está
lleno de violadores.
oh, te agradezco, dijo.
después de subirse al coche
y ponerlo en marcha
bajó la ventana
y me besó en la mejilla,
y se alejó.
bien, como dicen:
el sexo no lo es todo.
también está el alma.
regresé a mi lugar
y comencé a buscar la
mía.

lunes, 3 de agosto de 2009

¡¡¡Cafés del mundo, unios!!!

Venezuela : l'État occupe des usines de café

Metafísica de gin-tonic

I
Pudiera ser -lo planteo sólo como posibilidad teórica- que el hombre fuese el único animal que no se cree completamente animal. A esta desconfianza del hombre con respecto a su naturaleza la llamamos humanidad.

II
O ea, el hombre como el animal que se cree hombre.

III
Renunciar a esta creencia significaría renunciar a su naturaleza y, especialmente, a su memoria.

IV
La naturaleza del hombre como la imposibilidad natural de olvidar una noble mentira anclada en la memoria de su especie.

V
La noble mentira del instante de la vida del hombre en la historia del cosmos.

VI
En el hombre la naturaleza se olvidó de sí. Pero tarde o temprano recuperará la memoria.

VII
La memoria de la naturaleza: El olvido del hombre.

VIII
Nadie recordará ese olvido. No habrá un hombre para recordarlo.

IX
Quedará el silencio eterno de las esferas infinitas.

X
Ese terror indisociable de la creencia.

sábado, 1 de agosto de 2009

Jaap Dronkers

En Vent de Cara se hacen eco de una conferencia que merece una difusión muchísimo mayor de la que ha tenido. Se trata de una reflexión muy notable de Jaap Dronkers, uno de los principales sociólogos de la educación de la actualidad, que no oculta su condición de socialdemócrata, y este no es un detalle accidental de su biografía.

Jaap Dronkers es un tipo muy interesante que piensa sin reclinatorios y que me ha ayudado a plantearme no pocos interrogantes sobre la situación real de nuestros sistemas educativos. Para comprobarlo os remito al texto de su conferencia, "L'educació com a pilar de la desigualtat", que se encuentra disponible en la web de la Fundació Rafael de Campalans, una fundación del PSC. Recomiendo leerla sin prejuicios, porque os llevaréis una gran sorpresa.

Las investigaciones de Dronkers (Amsterdam, 1945) se han centrado en algunas de las cuestiones que han sido más blindadas intelectualmente por la izquierda europea de los últimos cincuenta años para preservarlas de la crítica: la incidencia de la inmigración en la integración social, la del divorcio en el fracaso escolar o de la pedagogía comprensiva en la (nula) reducción de las desigualdades sociales. No puedo menos de sentir admiración por su coraje intelectual.

Respecto a la emigración, sus estudios han confirmado, para gran escándalo de muchos beatos (que la beatería no escasea precisamente en las filas socialdemócratas) las investigaciones pioneras de Robert D. Putnam: A corto término -al menos- la inmigración y la diversidad étnica reducen la solidaridad y el capital social. Cuanto mayor es la diversidad étnica en los barrios, más desconfiados son los vecinos.

En pedagogía recoge el reto del laborista británico Michael Young que en una fecha tan temprana como la de 1954, en su "The Rise and Fall of Meritocracy" admitía que toda auténtica educación es productora de desigualdades. Y ello por un motivo muy claro: Si se quiere, de verdad, reducir las desigualdades debidas a la influencia del medio familiar y social, la educación se ha de centrar en los resultados, obviando la procedencia de los alumnos (este fue el gran reto de la escuela republicana francesa). Sí, efectivamente, Dronkers se atreve a hablar de la influencia de la biología en la inteligencia individual, sin enmascararla bajo estadísticas, como hizo la sociología de la educación de la segunda mitad del siglo pasado. Por eso duda de la pertinencia de seguir favoreciendo los métodos didácticos "suaves" basados en la comprensividad. A su parecer, en lugar de contribuir a mitigar las diferencias naturales, las ahondan. La educación es para los pobres, y de manera inevitable, una experiencia de desarraigo y, en tanto que tal, incorpora un elemento de frustración que no se puede anular con palmaditas en la espalda.

La gran hipótesis de Dronkers es que la comprensividad (es decir la psicología de base de la LOGSE) ni es ahora ni lo fue nunca una teoría corroborada por los hechos. Fue una propuesta ideológica de la socialdemocracia europea cuyo fracaso explica en buena parte el progresivo alejamiento de los docentes de los partidos de izquierda, con los que tradicionalmente se han sentido mayoritariamente identificados. Fue, en todo caso, una teoría bienintencionada, pero poco sensata. Sus promotores ignoraron por completo que las leyes, como las medicinas, tienen efectos secundarios. Tanto es así que cuando estos han emergido de una manera clara se han apresurado de echar la culpa a los docentes... para poder así preservar la inmaculada concepción de la teoría.

No estoy seguro de que la comprensividad y, en general, el constructivismo, puedan reducirse a propuestas ideológicas socialdemócratas. Al menos en nuestro país tuvieron un apoyo parlamentario mucho más amplio. Lo que sí me parece fácil de ver es que muchos de los que se subieron en su momento al carro del oportunismo psicológico (comenzando por muchos profesores), hoy lo están abandonando rápidamente, dejando a los socialdemócratas como los patronos exclusivos del constructivismo. Esto pudiera explicar -al menos en parte. la inquina de los docentes catalanes al Conseller d'Educació de la Generalitat, Ernest Maragall, a quien personalmente aprecio.

El guionista caprichoso

 I A eso de las cuatro de la tarde ha sonado el teléfono. Era una de esas llamadas que esperas que nunca lleguen y que cuando llegan, siempr...