Normalmente leo demasiado deprisa, dejándome llevar más por la imaginación que por los ojos. La impaciencia lectora, lo reconozco, es un signo de desprecio al autor, porque lo supone, de hecho, poco sutil. Leyendo rápido es cuando creo entenderlo todo.
Sin embargo con algunos autores me demoro en los recodos y de vez en cuando me siento en la necesidad de echar la vista atrás y de volver si es preciso sobre mis pasos para recuperar la frescura de un aroma perdido en el trayecto. Continuamente redescubro que cuanto más lenta es la lectura, más fuerte es la sospecha, al final, de que algo importante del texto se me ha pasado por alto. O, dicho de otra manera: cuanto más lenta es la lectura, más se me impone la relectura.
El autor que me exige una mirada más lenta es Platón. Con el trato de sus textos he ido tomando una clara conciencia de que la lectura atenta, entre líneas, de los diálogos es un antídoto contra el platonismo congénito en todos nosotros (permítanme ustedes que generalice). Me refiero a esa vocación que nos empuja de manera muy convincente a reificar todo aquello que valoramos positivamente.