Publicado en el ARA, 06/04/2016
Un deseo no es un hecho. Por esta razón no tenemos la altura de nuestros sueños, sino la de nuestras obras.
La realidad del deseo más noble no es, en sí misma, superior a la del más trivial. Su consistencia sólo se nos muestra diáfana cuando se concreta en las consecuencias que resultan de su aplicación.
Como a todos nos gusta evaluarnos a nosotros mismos de acuerdo con nuestras buenas intenciones, tenemos tendencia a ocultar bajo la alfombra nuestras conductas más decepcionantes. Las grandes verdades de los principios tienden a justificar ad hoc las verdades, quizá pequeñas, pero antipáticas, que las contradicen. Una manera fácil de eludir las responsabilidades que los hechos nos lanzan a la cara, consiste en crearse un enemigo y cargarlo de intenciones perversas. Con este sofisma siempre podremos acusarle de entorpecer nuestros movimientos. Se trata de una falacia habitual, pero eso no evita que nos pase factura: tiende a definirse más por nuestras fobias que por nuestras filias.
No nos debe sorprender, pues, que cada nuevo movimiento pedagógico haya empleado buena parte de sus energías en diferenciarse de los modelos que pretende sustituir, subrayando con tinta roja sus prácticas caducas o, incluso, perversas. Es lo que hizo en su momento la escuela nueva, en todas sus variantes, y ahora repiten los promotores de la "nueva educación". Lo que los proyectos pedagógicos reformistas consideraron que había que superar, ya desde finales del siglo XIX, afecta a todos los elementos de la vida escolar: el aula, el pupitre, la pizarra, el libro de texto, la asignatura, el currículo, la disciplina impuesta externamente, el maestro transmisor, los exámenes, las evaluaciones, la clase magistral, la falta de emociones en el aula, la memorización ...
Y, sin embargo, "los muertos que vos matáis gozan de buena salud". Podríamos citar abundantes ejemplos de centros de indudable éxito que siguen utilizando métodos tradicionales.
¿A qué se debe, entonces, la persistencia de un pasado que continuamente damos por enterrado?
Quizás deberíamos analizar cuidadosamente qué papel le corresponde a cada uno de los elementos rechazados en la organización de la experiencia del alumno.
¿Hay algo inherente a la experiencia que tienda de manera espontánea a la organización progresiva del conocimiento en asignaturas?
¿Podemos rechazar la disciplina externa sin analizar previamente la importancia de la disciplina o los límites de los hábitos disciplinarios que nos puede proporcionar la experiencia? Si prescindimos de la autoridad externa, ¿dónde se encuentran exactamente las posibles fuentes de la autoridad interna?
Ciertamente "la educación antigua" impone al alumno los conocimientos, métodos y reglas de conducta que los adultos consideran apropiados. ¿Quiere decir esto que los adultos no poseen ningún valor que pueda servir para orientar al niño?
Entiendo perfectamente que la "nueva educación" quiera preservar su principio más preciado, el del aprendizaje por experiencia (hoy hablamos de "construcción de los propios aprendizajes"), buscando la manera de relacionar a los niños con los adultos que lo haga posible. Pero, de nuevo, hay que insistir: un deseo no es un hecho y en ocasiones nuestros deseos no expresan soluciones viables, sino los problemas reales inherentes a la escuela.
¿No hay en toda falta de imposición el deseo de imponer una carencia?
Los principios de la nueva educación no pueden resolver ninguno de los males de la vieja escuela. Serán las consecuencias que se deriven de su aplicación las que nos demuestren su superioridad.
Una teoría cae en el dogmatismo si no es capaz de examinar críticamente sus principios más queridos. Podemos enfatizar la libertad de quien aprende, pero ¿estamos seguros de que entendemos por libertad y bajo qué condiciones puede realizarse? Lo mismo podríamos decir sobre el maestro, los libros de texto o el curriculum. ¿No juegan ningún papel en la organización de la experiencia del alumno?
Las ideas anteriores no son mías. El lector interesado puede encontrarlas en el capítulo primero de Experiencia y educación, un importante libro que John Dewey escribió en 1938 tratando de construir su propio aprendizaje a partir de su propia experiencia como educador. Añado un consejo del prólogo: los que quieren mejorar la educación deben pensar más en la educación que en un nuevo ismo, "porque cualquier movimiento que piensa y actúa en términos de un ismo se acaba encontrando tan involucrado en la reacción contra otro ismo que, sin darse cuenta, termina controlado por él".
Una pregunta final: los nuevos pedagogos han decretado la inminencia de la sociedad del conocimiento. ¿Y si esta sociedad fuera un mito? Empezamos a acumular datos que nos permiten sospecharlo.