Sí, ando "dendaliando", que decía mi madre, sobre la cosa esta de Internet, que hasta hace dos días se presentaba como la versión 2.0 de la teología de la liberación. Los dados a rendirse a cualquier novedad ya daban por hecho que eso que llamamos hombre estaba destinado a sufrir tales modificaciones por efecto de las nuevas tecnologías, que en poco tiempo no lo conocería ni la Eva que lo parió. La verdad es que llevamos ya bastante tiempo con la monserga cansina de los cortes epistemológicos y otras zarandajas que van decretando la muerte del hombre para promover neohombres de lo más curiosos, en un cambio incesante hacia no sé sabe muy bien dónde. ¡Pero quiá! Lo único que ocurre es que lejos de verse modificada la humanidad del hombre por efecto de sus tecnologías, no hay tecnología que no acabe humanizada. No, el hombre no es un Dios con prótesis, sino que nuestras prótesis amplifican nuestra humanidad. Con frecuencia para mal.
Entiendo que la humanidad del hombre en ningún otro sitio se pone de manifiesto más diáfanamente que en su asombrosa capacidad para la degradación, que es esa tendencia tan nuestra a vivir a la altura de las más bajas de nuestras posibilidades. Por eso siempre estamos sorprendiéndonos a nosotros mismos.
Pondré un ejemplo que me parece definitivo. Hasta ahora los jefes de policía de todos los países del mundo tenían una esperanza secreta: fichar a toda la población. Pero sabían que para llevarlo a cabo se necesitaría un policía detrás de cada ciudadano tomando notas diarias. Sin embargo, gracias a las nuevas tecnologías y a las pomposamente llamadas "redes sociales" este sueño se ha hecho realidad a un coste ridículamente barato. No hace falta poner un policía detrás de cada ciudadano, puesto que los ciudadanos autónoma y gozosamente rellenamos nuestra propia ficha y mandamos todos nuestros datos a la red, a que disponga de ellos quien quiera. Y los renovamos continuamente. Hemos enviado al Gran Hermano al paro.
A veces personas bien intencionadas se quejan de la invasión de la intimidad por parte de las nuevas tecnologías. Es exactamente al revés. Orwell nunca pudo imaginarse hasta qué punto las redes sociales permitirían una sobreexposición de todo tipo de intimidades.
Si la historia nos demuestra algo machaconamente es que todo anuncio de un hombre nuevo acaba frustrado por el hombre viejo, que se entromete el muy desvergonzado a decir la suya allá donde encuentra la boca de un hombre.
No me quiero poner tremendo porque probablemente tenía más razón que un santo el gran Mariana cuando advertía de que “el que aborrece el pecado, aborrece a
los hombres”