El domingo 17 de marzo de 1929 se inauguró en el Hotel Belvedere de Davos un encuentro filosófico que estaba destinado a pasar a la historia como símbolo del giro hermenéutico de la filosofía del siglo XX. En el acto central se enfrentaban cara a cara la herencia aún vigente del neokantismo, representada por Cassirer, y la fuerza emergente de la ontología existencial de Heidegger. El escenario es, exactamente, el de
La montaña mágica de Thoman Mann y los participantes, especialmente Heidegger, parecían dispuestos a estar a la altura del decorado, como si acudiesen convocados por el Espíritu hegeliano, transformado en director de escena.
Heidegger, haciendo uso de sus indudables dotes dramáticas, apareció vestido como un excursionista, en un momento en que los movimientos excursionistas conocían un enorme auge entre los jóvenes alemanes, mientras que Cassirer se presentó trajeado de manera elegante, como era habitual en él. Su pelo, completamente blanco, contrastaba fuertemente con la piel bronceada de Heidegger.
A Cassirer, judío asimilado y liberal, le correspondía la defensa del humanismo y del espíritu de Marburgo y Weimar, pero los jóvenes presentes (entre otros, Levinas, Carnap, Joachim Ritter, Maurice de Gandillac…) percibieron en él a un profesor de filosofía y a Heidegger –a quien algunos de ellos llamaban “el sabio del tiempo” - a un filósofo profundo, capaz de iluminar las raíces más recónditas de los problemas.
En un primer momento Cassirer y Heidegger presentaron sus respectivas posiciones de manera aislada. Heidegger dio una conferencia sobre la necesidad de fundamentar la metafísica, mientras que Cassirer se centró en los problemas fundamentales de la antropología filosófica. La mañana del martes de la tercera semana tuvo lugar su encuentro cara a cara. Estaba previsto que trataran sobre las tesis que habían expuesto previamente, pero la discusión derivó pronto hacia la consideración de la auto-suficiencia de la razón y la posibilidad de una ética racional. Kant pasó a ser el tema de su confrontación. Algunos estudiosos consideran que en realidad lo que se dirimía aquí era la oposición entre un Kant alemán (el de Heidegger) y un Kant judío (el de Cassirer, discípulo de Cohen, el judío creador de la escuela neokantiana). En cualquier caso hacia pocos días que el filósofo nazi Tomar Spann había reivindicado la germanización de la filosofía kantiana, liberándola de las supuestas interpretaciones sesgadas a la que habría sido sometido por parte de filósofos judíos.
Resumiendo mucho la cuestión: para Cohen y Cassirer Kant había demostrado que la actividad cognoscitiva del sujeto era la que conforma el objeto del conocimiento. Con esta demostración había dotado a la filosofía de un punto de apoyo firme para fundamentar la posibilidad de la ciencia y de la cultura. Para Heidegger, por el contrario, esa construcción subjetiva (que en todo caso siempre dependería de un objeto en sí inabordable) lo que mostraría es la radical finitud del obrar humano. Veía a Kant, en definitiva, como un anticipador de las tesis esenciales de
Ser y tiempo.
Más allá de los aspectos epistemológicos había en juego en este debate una cuestión política de gran calado: el sostén teórico del liberalismo. Cassirer había sido un gran defensor de la constitución de la República de Weimar (a la que había celebrado, como rector universitario, enfrentándose a las reticencias de sus propios colegas). Partiendo de Kant entendía que el hombre era culturalmente perfectible y fundaba en esa perfectibilidad su optimismo liberal, mientras que Heidegger, partiendo también de Kant entendía que el hombre estaba arrojado a un mundo que se le escapaba de las manos y en el cual la única verdad era su finitud, sus limitaciones, su mortalidad. Cassirer era un liberal progresista; Heidegger entendía que el optimismo progresista era una manera de ocultar lo importante: la angustia del hombre. El progresismo sería una de las formas de la inautenticidad. “¿Hasta qué punto –le preguntó a Cassirer- la tarea de la filosofía es la de permitir la liberación de la angustia? ¿O no tendrá como tarea la de someter al hombre, incluso radicalmente, a la angustia?”.
La opinión generalizada –especialmente la juvenil- dio como triunfador a Heidegger. Según Taubes, después de la discusión, que concluyó, por lo que parece, con la negativa de Heidegger a estrechar la mano de su contrincante, los estudiantes organizaron una fiesta. En su transcurso, Levinas subió al escenario imitando a Cassirer, para lo cual se había teñido el pelo con polvo de tiza. A Heidegger lo representó un alumno suyo, Otto Friedrich Bollnow. Como el alemán de Levinas era bastante mediocre, caminaba por el escenario pronunciando sólo dos palabras: "Humboldt-kultur". “Y entonces –añade Taubes con dramatismo- estalló un griterío que tenía ya un aire ‘göringuiano’”, se refiere Taubes de esta manera a aquella famosa chulería de Göring: “cuando escucho la palabra ‘cultura’ quito el seguro de mi revólver”. “Ésta –concluye Taubes- era la atmósfera de 1931"
La de Levinas mofándose de Humboldt es, sin duda, una de las imágenes a retener de la historia del pensamiento del siglo XX.
El fracaso de Cassirer es un fracaso que nos interpela aún hoy, a 70 años de Davos, porque hemos heredado las instituciones liberales en las que Cassirer creía, mientras nos atrevemos a flirtear ingenuamente con las propuestas heideggerianas (la autenticidad, la crítica de lo burgués, la valoración de la experiencia de lo inmediato, la exaltación de la tierra, del deseo, etc). Pertenecemos a una tradición, la liberal, que ha olvidado los nutrientes que la conformaron como tal tradición. Ya no somos progresistas y la cultura se ha convertido en una industria. Ya no creemos que el futuro anuncie un progreso material, cultural y moral para la humanidad… y sin embargo nos blindamos tras una ideología buenista que parece incapaz de concebir la existencia del enemigo (en cualquiera de sus formas: en la forma de un terrorista suicida o en la de la peste porcina). Heidegger vive entre nosotros con más vitalidad que Cassirer. En estas condiciones el liberalismo es algo que sobrevive en las instituciones, pero no parece que tenga arraigo ni en los corazones ni en las inteligencias de los ciudadanos. Cassirer, por lo tanto, sigue perdiendo debates después de muerto.