jueves, 8 de junio de 2006

Metafísica a la crema (catalana)

Andaba yo entreteniéndome desmenuzando -quizás con un poco más de furia de la estrictamente necesaria- la cobertura caramelizada de una crema catalana, porque también hay que comer entre neurólogo y otorrino. Quizás en la punta de mi cuchara veía yo el estoque de mi frustración terapéutica. No sé. El caso es que al llevarme la primera cucharada a la boca descubrí frente a mí un pésimo cuadro mal colgado en la pared. Se trataba de una copa desgraciada del sueño recurrente de la Arcadia. Una casita pequeña, de piedra y madera, con chimenea humeante, puertas y ventanas abiertas, junto a un roble muy frondoso. En primer plano, cortando la escena en diagonal, un riachuelo y un puente sencillo, todo edulcoradamente bucólico. Bajo el árbol un par de hombres, quizás dos segadores, estaban comiendo tras el trabajo. El cielo azul, con decoración de nubes de algodón rosáceas y otras lindezas, cursis todas ellas. ¿Hay lugares como el que pretende evocar esta imagen? Pensé que sí, que se encuentran, más allá de su cursilería, en la memoria y en la esperanza e inmediatamente me di cuenta -aún tenía la primera cucharada de crema catalana en el aire- que la memoria es más sincera que la esperanza, y que así debe ser. La memoria no miente al situar estos lugares en un momento del pasado, como un punto fugaz ("o fugitivo", apostillaría MVM) en la caída en el tiempo, mientras que la esperanza engaña al añorarlos eternos. Descubrí -algo más lentamente, de hecho me dio tiempo a acabar con la crema catalana y a repasar con la punta de la cuchara los ángulos internos del recipiente huroneando una última nadería que llevarme a la boca- que la memoria vive en el tiempo (y por eso es precaria y humilde), junto a los sentimientos, mientras que la esperanza habita en el espacio, junto a la lógica y la geometría (esos parientes pobres de los sueños). Y nada habría que objetar si esa criatura tan desvalida, la esperaza, se limitase, siendo ciega, a vendernos cupones, pero se empeña, además, en iluminar nuestros pasos con sus ensueños. Claro que –todo hay que decirlo- es más fácil matar a Dios que perder la esperanza en la lotería. Y así se me echó encima la hora de visita al otorrino.

2 comentarios:

  1. Que maravilla como escribes.

    Edna

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  2. Bien,la memoria no miente pero...como dice Angel Gonzalez.
    Cierro los ojos para ver más hondo
    y siento
    que me apuñalan fría,
    justamente,
    con ese hierro viejo:
    la memoria.
    A veces mejor no tener memoria.

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