Era un 24 de abril, recién estrenada la primavera. Tras dormir en Yambol, me disponía a visitar las ruinas de Kabyle, a
Había estado lloviendo toda la noche, pero a media mañana escampó y comenzó a lucir un sol muy agradable, así que nos animamos a ascender hasta la cumbre. El suelo estaba blando, pero no encharcado ni embarrado y aunque las plantas que nos cerraban el paso estaban aún empapadas, Ilia Krastev nos iba abriendo camino amablemente. El espliego, el mirto, el enebro, las jaras y acantos se alternaban con pequeños claros de un pasto tupido de hierbas con flores rosas, blancas y amarillas en el que no faltan ni los tulipanes silvestres, ni los lirios amarillos y violetas o algún jacinto de color púrpura. Desde la cima se podía disfrutar de la armonía reglada de los campos de cultivo, pequeñas agrupaciones de pinos, a lo lejos, la ciudad de Yambol y más lejos aún, las montañas de perfiles difusos que cierran el valle, envueltas en una leve gasa de nubes.
¡Qué mañana! Al volver al coche de Ruja, una mujer, con la complicidad de Ilia Krastev y, sin duda, del añorado Alexander Fol, me regaló un par de botellas de raquía casera.
- ¡Slivona! –me dijo, con mejillas sonrosadas- ¡Slivona!
"Allí tocó la Argo
empujada por los vientos de Tracia
y el hermoso puerto la acogió"
(Apolonio de Rodas).
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