miércoles, 7 de junio de 2006

Bulgaria en el corazón III. El Valle de los Reyes Tracios.

El Valle de los Reyes Tracios, es el Valle de Kazanluk, famoso por sus rosas. Ya Plinio el Viejo menciona la fragancia y belleza de las rosas tracias, de las que parece que había veinte variedades. Una de ellas era conocida como la “rosa tracia”. En este valle se encuentran los restos más importantes del reino de los odrisios.
Yo creo que hay que disfrutar del valle desde la perspectiva privilegiada del Monasterio de Shipka, envuelto en una luz tamizada por las hayas y los sauces que parece tan higiénica que anima a llenarse los pulmones con ella. He tenido la fortuna de poder hacerlo en otoño y en primavera. En el otoño los barbechos, ya de un color paja sucio, estaban calcinados por el sol ardiente del verano. Recuerdo a un pastor tumbado a la sombra de una encina mientras su rebaño exprimía los campos agostados. La tierra estaba reseca y cuando venía un golpe de viento, se levantaban pequeños remolinos polvorientos. El tono general del paisaje era de un cierto cansancio y vaciamiento. Si las laderas de la montaña lucían orgullosas todas esas tonalidades de vino tinto propias de los bosques iluminados por la luz de un sol horizontal, el otoño se presentaba en la llanura como un paréntesis, una estación de rápido tránsito hacia la nieve del invierno.

En primavera, por el contrario, el valle luce sus ejores galas. Recuerdo que el gris de la mañana había comenzado a disolverse en el azul cada vez más contundente del cielo. La lluvia de la noche había limpiado la atmósfera y perfilado los detalles de las cosas. Todo se mostraba más nítido y preciso y los lugares más lejanos parecían próximos por el efecto de una distorsión de la perspectiva producida por el juego de luces matinales. A nuestros pies estaba el pueblecito de Shipka, con sus casas parejas, uniformes y un poco romas. De alguna chimenea se elevaba una columnilla de humo, humanizando el paisaje. En el valle, abajo, se veían, envueltos en silencio, los grupos de vacas caminando parsimoniosamente delante de un pastor sin prisas. Algún tractor levantando un murmullo lejano, y un anciano montado sobre un asno. El verde de los campos de trigo, un verde nuevo, recién estrenado, vivaz, era roto por hileras de pinos jóvenes que parecían formar haciendo guardia junto a los promontorios de las tumbas tracias. Allí distinguíamos la tumba de Ostrousha, más allá la de Sashova Mogila y la de Mogila Goliama Arsenalka… las de Shusmanets… la de Kazanluk sólo la intuía. Con frecuencia me he preguntado si lo que se ve en un paisaje es independiente de las miradas que nos acompañan en nuestro mirar. Creo que no. El paisaje –tiene razón Byron- es un estado del alma.

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