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lunes, 12 de junio de 2006

La felicidad

Josef Ehm

Ha sido decretado como dogma de nuestro tiempo por la ideología anglo-zen dominante que tiene que haber una fórmula para cada problema y una respuesta para cada interrogante. Para quien tenga dudas, los libros de autoayuda, que calman cualquier veleidad existencial a cómodos plazos mentales (¿habremos matado a Dios para acabar creyendo en los libros de autoayuda?). En consecuencia, ha sido también decretada la apostasía. Es apóstata quien se atreva a pensar que no existe la sociedad feliz, porque no existe la existencia inocente. Es apóstata y un degenerado quien confiese que no quiere ser feliz (y autónomo, podemos añadir). Que vaya al psiquiatra y se empache de prozac.

Así que arrojemos al lodazal de los degenerados, en primer lugar, a Goethe, para quien la felicidad era cosa de plebeyos, en la medida en que un plebeyo se considera profunda y sinceramente feliz cuando comparte mantel con el poderoso. Y en segundo lugar al Baudelaire que le escribía a un conocido lo siguiente: “Dice usted que es un hombre feliz. Lo compadezco señor, por ser tan fácilmente feliz. ¡Ya tiene que haber caído bajo el hombre para creerse feliz! Estimo más, mi distinguido amigo, mi mal humor que su beatitud. El hombre feliz ha perdido la tensión de su alma. Ha caído irresistiblemente. La felicidad no puede ser otra cosa que inmoral, amigo mío”.

En consecuencia elevemos a los altares de la beatitud postmoderna a quienes venden mapas ético-turísticos para el país de la felicidad. Que es el país del bienestar, gobernado por Aristipo, Palito Ortega y los predicadores del minimalismo vital: confórmate con poco, disfruta del momento, sé quien eres, etc, etc.

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