La entrevista entre los dos hombres tuvo lugar en algún lugar de Berlín. Desconocemos los detalles de la misma, pero sabemos que el comisionado regresó a rendir cuentas luciendo una amplia sonrisa.
Nada más verlo su mujer (cuñada y amiga íntima de Cécile Shoutak) le preguntó: “¿Has arreglado todo?”. Él, sin abandonar la sonrisa, le contestó: “No, no, ni hablar… escucha… él es mejor, mucho mejor que mi hermano. Ella tiene toda la razón.”
El ruso era Alexandre Kojève y el comisionado, Alexandre Koyré. La entrevista entre ambos dio lugar a una de las amistades filosóficas más fructíferas del siglo XX. Poco después Kojève y Cécile abandonarán Berlín y se trasladarán a París, donde él seguirá las clases de Koyré hasta que lo sustituya como gran maestro de la logia filosófica francesa de la École Pratique des Hautes Études, encandilando, como es sabido a Bataille, Queneau, Aron, Lacan, Merleau-Ponty… y convirtiéndose sin saberlo en una de las fuentes de inspiración del existencialismo francés. El tema central de sus clases –mucho antes de que hubiese neoconservadores en los Estados Unidos- era “el fin de la historia”. De hecho esta idea atravesará el Atlántico en las maletas de algunos jóvenes discípulos de Leo Strauss que venían a Europa a conocer al gran Kojéve, como Allan Bloom o Francis Fukuyama. Para entonces Kojève había dejado de dar clases y se había convertido en un eficientísimo funcionario del gobierno francés, además de uno de los cerebros de la naciente unión europea. De hecho falleció de un ataque al corazón en el transcurso de una reunión del Mercado Común, el 4 de junio de 1969. Otro día hablaremos de su último enamoramiento, un año antes de su muerte, en Japón, y de cómo entre los pliegues del kimono de una geisha descubrió que lo de la historia aún iba para largo.
Las fotografías son de Arno Rafael Minnkinen
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