martes, 27 de noviembre de 2007

Jenny Strauss defiende a su padre, Leo

Jenny Strauss

Carta al director de la hija de Leo Strauss, Jenny Strauss Clay, publicada en el “International Herald Tribune” de 10 de junio de 2003.

Recientemente, algunos periodistas han presentado a Leo Strauss, mi padre como el cerebro oculto tras los ideólogos neoconservadores que dirigen la política exterior norteamericana, haciéndolo salir de la tumba, treinta años después de su muerte, para animar una “cabala” (término de evidente connotación antisemita) que agrupa a miembros de la administración Bush que sueñan con someter al pueblo americano a la autoridad de una élite despiadada. No reconozco a Leo Strauss en este retrato.

Mi padre no era un hombre político. Enseñó teoría política, principalmente en la Universidad de Chicago. Y si era un conservador, lo era en la medida en que no creía que todo cambio fuera necesariamente un bien.

Leo Srauss estaba convencido de la dignidad intrínseca de la política. Creía en la democracia liberal y la defendía. No ignoraba, sin duda sus defectos, pero la tenía por la mejor forma de gobierno posible.

Era hostil a todo régimen que aspirase a una hegemonía planetaria. Despreciaba todo utopismo fundado en la negación de esta dimensión fundamental y noble de la naturaleza humana que es el amor por los propios.

Sus héroes eran Churchill y Lincoln. No era un judío practicante, pero amaba al pueblo judío, y veía en la creación del Estado de Israel la condición esencial de su supervivencia.

A mi parecer, lo que lo caracterizaba por encima de todo era su absoluta ausencia de vanidad, de sentimiento de relevancia. Nada era más extraño a su naturaleza que la ambición política. En su juventud, según su confesión, su sueño era una vida consagrada a la cría de conejos y a la lectura de Platón.

Era ante todo un profesor. Pero nunca pretendió modelar al otro según su propia imagen, su ambición era, por el contrario, la de enseñar a los jóvenes espíritus a ver el mundo tal como es, tanto en su miseria como en su esplendor.

Su enseñanza se centraba en “los grandes libros”, aquellos que son generalmente considerados como la base de una educación liberal (aunque este hecho no le parecía, por sí mismo, una razón suficiente para leerlos).

Su punto de partida era el que todo profesor debiera adoptar: partía de las opiniones de sus discípulos para desmenuzarlas analíticamente. En su época, como ocurre aún hoy en día, el mundo universitario era más bien izquierdista, y era el “credo” de la izquierda el que había que someter a examen crítico. Si las creencias dominantes hubiesen sido las opuestas, ellas hubiesen sido el objeto de su análisis.

Entre las ideas indiscutidas se encontraba, en su tiempo, una fe ciega en el progreso y en la ciencia, combinada con un rechazo a todo juicio moral, bautizado como “relativismo”. Numerosos jóvenes estaban llenas de confusión, sin brújula, y si mi padre los invitaba a sumergirse en los grandes libros, no era por un interés estético o por un simple gusto por la Antigüedad, sino para ayudarles a comprender la enfermedad moderna de la humanidad: ¿Qué orígenes tenía? ¿Cuáles eran sus soluciones? Estas soluciones él las encontraba en los grandes textos de los griegos.

Además se preocupaba especialmente por que sus alumnos se enfrentasen a la cuestión de lo que debía ser una vida digna de este nombre. Según él la elección se resumía, a fin de cuentas, entre la vida según la Revelación o la vida según la razón, Jerusalén o Atenas. Y era la tensión entre estos dos polos lo que explicaba, a sus ojos, la vitalidad de la tradición occidental.

Mi padre veía en la lectura un diálogo activo con los grandes espíritus del pasado. Había que leerlos con la mayor atención, el mayor respeto, e intentar comprenderlos como se comprendían a sí mismos. Hoy, una aproximación de este tipo, que hay que reconocer que es difícil y exige grandes esfuerzos, es rechazada por imposible por la moda universitaria. Se nos dice, por el contrario, que cada lector construye inevitablemente su propio texto, sobre el cual el autor no tiene ninguna autoridad.

Leo Strauss no negaba la multiplicidad de lecturas posibles, pero tenía la suficiente confianza en los grandes autores clásicos como para que hubieran supuesto que tendrían lectores diferentes, de los cuales algunos no buscarían en sus textos más que una simple confirmación de sus convicciones o sus prejuicios, mientras que otros estarían quizás dispuestos a abrirse a ideas más profundas, no dominantes, quizás impopulares.

Por mi parte considero que el legado más importante de mi padre es el redescubrimiento del arte de la escritura para descifrar tipos de lectores. Que esta simple verdad disipe todas las falsas ideas difundidas sobre su obra.


16 comentarios:

  1. Tumbaíto: Dos personas llevan el apellido de Leo Strauss y ninguna de ellas fue hijo suyo. Uno es el hijo que tenía su mujer de su primer matrimonio (se casó con leo Strauss siendo viuda) y la otra, Jenny, era hija de su hermana. La hermana de Strauss, una muy perspicaz estudiosa de la literatura judía, murió en Alejandría y posteriormente su marido se suicidó. Leo Strauss adoptó a la huérfana.
    Si, como dice usted, la inteligencia se hereda de la madre, entonces Jenny posee una inteligencia straussiana. Y efectivamente, la carta es mucho menos ingenua de lo que puede parecer a primera vista. Hay que leerla, como hay que leer todos los textos de su padre, con una sobredosis de sospecha.

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  2. Entonces la inteligencia straussiana es ingénua. (O muy ingénua)

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  3. En eso tiene usted toda, toda la razón. Los mejores alumnos de Leo Strauss resaltan que les enseñó, por encima de todo a "Become naive again".

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  4. ¡Qué Atenea más deliciosa! Casi se le adivinan los rulos bajos el yelmo corintio.

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  5. La carta habla otra vez de arte. El artista, el filósofo en este caso parece tener acceso a mirar el retrato que los demás ven como real con otros ojos y esta distancia no sólo pone en evidencia el retrato mismo sino que pinta encima otro retrato distinto. De esta manera se puede entrar también en el dilema de la enseñanza, ¿qué pretenden enseñar, verificar complacidos el retrato en boga de la realidad o la capacidad de valorarlo críticamente? Otra cosa es el uso descontextualizado y por lo tanto pernicioso de lo que nos conviene para enmascarar intereses y ambiciones personales.

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  6. Cualquier padre quisiera esta defensa (que no justificación), esta presentación (que no admiración) de sus hijos.

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  7. Sir Luri,

    es para mi un motivo de honda satisfacción ser nombrado "Robigo que provoco el añublo" por vuesa merced. En mi vida aspiré a semejant galardón y ahora que ha llegado el momento debo confesar que me siento muy honrado a la vez que indigno de tamaño reconocimiento.

    Un abrazo,

    un ferrancab emocionado

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  8. La frase que me gusta es la de absoluta ausencia de vanidad, de sentimiento de relevancia en conjunto con la impronta de su ambición. Que mejor forma de significar el conflicto entre la ciudad y la filosofía.

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  9. Aro: Cada una de las palabras de esta carta está cargada de sentido. Efectivamente la falta de otra ambición que no sea la teórica hace del filósofo un extraño ciudadano, ya que carece tanto de la moderación ("phrónesis") como de su contrario (la ambición, el coraje). El filósofo es un atópico. En el fondo el régimen político en el que vive es el del "régimen del solitario". Todo lo demás es imprescindible urbanidad, que, en cualquier caso, nada tiene que ver con la ética.

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  10. Cerillo: Efectivamente, según Strauss, el filósofo es el único que ver como una caverna lo que es una caverna. Ese es su drama. En ningún caso puede gritarlo, pues dejaría a los demás sin morada.

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  11. LUis: ¿Crees que le debo enseñar la carta a mi hija?

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  12. El problema del filósofo, es que una vez iniciado está obligado a seguir el camino que comenzó desprovisto de horizonte alguno. Habría que ver qué peligros entraña el régimen del solitario, sino sucede como a Nietszche que se ve obligado a tener un amigo imaginario. Bah, en todo caso, nunca lo dejo de acompañar su amigo Platón. ¿A Platón, su amigo Aristófanes?

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  13. Aro: Para un filósofo de verdad, ningún amigo es más valioso que un enemigo cabal. Claro que a veces se empeñan en llevarte a la hoguera o hacerte beber la cicuta. Pero peor lo tienen los mineros o los desactactivadores de explosivos. ¿No le parece?
    Yo creo que el amigo/enemigo de Platón fue Demócrito, al que nunca nombra.
    El de Nietzsche me parece que fue más Sócrates que Platón.
    De Sócrates, su daimon (mala cosa, le salió autista -el daimon, claro-).
    etc.
    (Y de Strauss me parece cada vez más evidente que... Heidegger).

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  14. No puedo más que compartir lo que usted dice. Sócrates me deja un poco desconcertado, pues demostraría su carácter excepcional. Que ironía la del filosofo, que solo puede amar aquello que más desprecia.

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