Hay maneras y maneras de enfrentarse a la de la guadaña. Hay valientes a quienes les tiembla el ánimo y cobardes que la reciben con lisonjas. Nostradamus, como era profeta, no tuvo dudas: “Mañana, ya no estaré aquí”, dijo, y se quedó tan a gusto. Otros se van con un guiño que es de agradecer. Por ejemplo, el músico navarro Emilio Arrieta contestó a un grupo de alumnos que habían acudido hasta su lecho de muerte a interesarse por él: “¡Me encuentro muy mal! ¡Muy mal, chico, muy mal! ¡Tan mal, que si al amanecer me dicen que he muerto, no me chocará nada!”
Hay quien se va sin creérselo, como Bela Lugosi: "Yo soy el conde Drácula, el rey de los vampiros, soy inmortal''.
O sin enterarse, como el General John Sedwick (muerto en el frente en la Guerra civil Americana): “Estos no le darían ni a un elefante a esta distanc…”
O desmintiendo su vida: Leopold von Sacher-Masoch: "Queredme…”.
O educadamente: Noel Coward: “Adiós amigos. Hasta mañana”
O lamentando lo solo que se queda el mundo: Augusto Comte: “¡Qué irreparable pérdida!”
O jugando con acrecentar la perplejidad de los que se quedan. Así, Gertrude Stein, dirigiéndose a su compañera, Alice B. Toklas, le susurró: “¿Cuál es la respuesta?”. Alice, perpleja, no supo qué contestarle, Stein movió la cabeza, asintiendo, y añadió: “¿En ese caso, ¿cuál es la pregunta?”
O, simplemente con mala uva. Cuando Friedrich Engels le preguntó a Karl Marx si quería decir sus últimas palabras, éste indignado le contestó: “¡Largo de aquí! ¡Desaparece de mi vista! Eso de las últimas palabras es para los inútiles que no han dicho lo suficiente mientras vivían.”
Una de mis despedidas preferidas es la de Kant, que el 11 de febrero de 1804, un día antes de morir, dijo: “Está bien”. Y enmudeció para siempre. Quienes lo acompañaban se enzarzaron inmediatamente en una querella hermenéutica. ¿Qué es lo que está bien? ¿Es el mundo el que está bien tal como está? ¿La vida? ¿La muerte? ¿Su biografía? ¿Habían cesado sus sufrimientos? Yo sospecho que su amigo Wasianski sabía la respuesta, pero para no rebajar la grandeza del filósofo dejó que lo enterraran con el aura de este misterio. Wasianski le había ofrecido una copa de su vino predilecto poco antes de ese “Está bien”. Pero no se lo dijo a nadie. Y dejó que la grandeza del moribundo recargará de sentidos ese sencillo y cabal “Está bien”.
Por lo que a mi respecta, espero irme en silencio y dando, sobre todo, poca guerra. Los grandilocuentes se despiden con artificios, los sensatos, con discreción.
Os dejo con la letra de una gran canción de Javier Krahe, “Don Andrés octogenario”:
Podemos decir que sin exageración
era algo extraordinario,
la enfermera que cuidaba al bueno de Don
Andrés Octogenario.
El abuelo que enfrentaba con un resquemor,
perspectivas eternas
en lugar de rezar miraba con fervor
sus magníficas piernas.
“Para siempre esta vez,”–dijo– “me
voy a echar en brazos de Morfeo,
ya no te veré más, no me
puedes negar mi último deseo:”
Con un hilo de voz, el enfermo expresó,
su voluntad postrera
no diremos cuál fue, sólo que ella accedió,
¡bravo por la enfermera . . . !
Y fue a desabrocharse ella el quinto botón
de los seis de la bata,
que por la enfermedad, o bien por la emoción,
él estiró la pata . . .
Pero lo grave estuvo, en que estiró algo más.
Y un algo tan notorio
que los deudos al verlo exclamaron: ¡jamás!,
¡jamás iremos al velorio!.
Ni al entierro tampoco puesto que al ataúd
no habrá quien le eche el cierre,
que fue a morir así, en plena senectud
y Andrés erre que erre.
Nadie fue al funeral,
nadie llevo una flor, nadie fue al cementerio
y hasta escandalizó al mismo enterrador,
que dijo: “Esto no es serio . . . ”
Y al pobre Don Andrés lo enterraron muy mal,
entreabierta la caja
la muerte lo abrazaba de un modo especial,
lo que tampoco es paja . . .