Cantaban sin cesar melodías que trenzaban incansables y que sonaban como una invitación a estrenar una nueva vida. Sus voces iban y venían como si siguiesen el ritmo de las olas que mecían los barcos. Eran miles de voces reunidas en torno a ellos en la bahía de Kealakekua. Las canoas, decenas y decenas, se acercaban al Resolution y al Discovery repletas de regalos que parecían ofrendas religiosas y entre ellas nadaban cientos de hombres y mujeres. Quizás el número de los congregados era superior a los 10.000. No se veía ni una sola arma.
Las canoas estaban a rebosar de fruta fresca, caña de azúcar, frutos del árbol del pan, batatas y flores, En algunas habían cargado también cerdos. Todo se lo entregaban generosamente, sin pedir nada a cambio. Nada parecía hacerlos más felices que ofrecer sus regalos. Uno de sus subalternos escribió que las mujeres “parecían notablemente ansiosas por relacionarse con nuestra gente.” Fue entonces cuando el Capitán Cook supo que sus negros presentimientos estaban condenados a cumplirse. Su llegada al Paraíso era también su clausura. Miraba a sus marineros, sucios, patizambos, picados de viruela, con la espalda castigada por las cicatrices de los latigazos, parecían niños. Todas esas historias fantásticas que se habían venido contando a lo largo de sus viajes sobre sirenas, gigantes y unicornios, ahora, a las puertas del Paraíso, parecían mucho más verdaderas que la niebla londinense. Estaban descubriendo que todo cuanto sus corazones habían sido capaces de añorar estaba al alcance de su mano.
Una historia apasionante para aquellos que pudieron vivirla. Abrazos.
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