El domingo pasado estuvo todo el día lloviendo. Estos días desangelados, tristes, fríos, lluviosos, estos días ‘grisantemos’, deberían estar prohibidos en tiempos de cuarentenas. ¡Pero es que, además, al atardecer se fue la luz y no volvió hasta media noche! Asistimos, pues, con los brazos cruzados a la llegada de la oscuridad con una melancolía acentuada por las llamas de las velas y las sombras. Llovía, hacía frío y el barrio estaba sumido en un silencio denso y oscuro que parecía interminable. Incluso llegué a añorar las tardes de domingo de la normalidad.
¿Recuerdan aquella desazón anímica de las tardes del domingo?
En la Historia de la decadencia escribe Cioran que “la única función del amor es hacernos soportables las tardes de domingo, crueles e inconmensurables, que nos dejan heridas que nos hacen daño durante el resto de la semana, e incluso durante toda la eternidad". Escribe esto, claro, porque no conoció la añoranza de las tardes de domingo.
Georges Seurat intentó pintar la tarde del domingo y, inevitablemente, le salió un cuadro enorme que tardó en terminar tres años. Lo tituló Un dimanche après-midi à la Grande Jatte. Está habitado por figuras algo fantasmales que miran sin ver, salvo una mujer abrazada a un hombre indolente, indiferente a su afecto. Sospecho que abraza sin darse cuenta las sobras de un amor del sábado. Seurat creía estar fundando el neoimpresionismo y, en realidad, estaba anticipando esas tardes de domingo que ahora echamos en falta.
En aquellas tardes de domingo no es que estuviéramos tristes, simplemente nos compadecíamos de nosotros por nuestra falta de alegría.
El domingo pasado me compadecía de mí mismo por la falta de tardes de domingo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario