Estoy recibiendo llamadas telefónicas muy extrañas. Dado que van en aumento, no sé si obedecen a un incremento paralelo de la confusión general o a que el aburrimiento acaba expulsándonos de la televisión y arrojándonos al teléfono.
Acabo de pasar cinco minutos al teléfono convenciendo a una tal Aurelia de que yo no era Lorena. Y no sé si lo he logrado del todo.
Ayer por la noche, muy tarde, me llamó un señor con acento andaluz que quería comprar mi máquina elevadora. Tampoco había manera de convencerlo de que yo ni sé que es eso. El hombre insistía en que había visto el anuncio por algún sitio.
El sábado me llamaron para preguntarme a dónde tenían que ir a buscarme.
Que quede muy claro: no me quejo. Al contrario, agradezco mucho cada llamada. De hecho, estiro cuanto puedo el hilo de la conversación, porque en tiempos como estos, no hay que desperdiciar ninguna oportunidad de distracción. Un ratico de diálogo de besugos con un desconocido que duda de tu identidad es una bendición del cielo que hay que agradecer con buenas maneras, educada, amable y pacientemente.
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