A propósito de un post del gran Quiñonero recordaba yo esta tarde a un tío mío, muerto ya hace tiempo, que me contaba, siendo muy crío, toda clase de historias. Me gustaba mucho ir a pasar la tarde a su lado al salir de la escuela, sobre todo en invierno, cuando nos sentábamos junto a la chimenea, él, mi galga Canela y yo y enterrábamos entre los rescoldos un par de patatas para comérnoslas humeantes con sal.
Era, formalmente, muy requeté y, por lo tanto, oficialmente muy cristiano, pero, sin embargo de vez en cuando se le escapaba una expresión que al recuperarla ahora, después de tantos años, me hace sospechar muchas cosas. “Si en el quinto no hay perdón –me decía- y en el sexto no hay rebaja, ya pueden llenar el cielo de paja”.
Había pertenecido a los tercios carlistas que tomaron Guipúzcoa. Insistía mucho en asegurar que nunca, nunca, los carlistas habían pegado un solo tiro en horas de misa. “Solíamos llegar a los pueblos bien temprano, y si la gente estaba en misa de ocho, esperábamos a que salieran para comenzar con los cañonazos, porque nosotros, antes que por la patria y por el rey, luchábamos por Dios”. Y, según como estuviera de temple, igual me cantaba después una jota:
Lo primero y principal,
Oír misa y almorzar,
Pero si el hombre tie’prisa,
Antes almorzar, que misa.
No faltaba nunca a ningún acontecimiento religioso, pero no le gustó nada el día en que su mujer puso un busto del Sagrado Corazón de Jesús sobre una peana en el cuarto de estar. Yo creo que se sentía espiado en su propia casa. Y eso era excesivo. “¡No te jode! –me decía señalando a la figura con una mueca de ironía tras asegurarse de que su mujer no estaba presente- ¡Santo de cintura pa’arriba, cualquiera!”
Con los años fue perdiendo la razón –entonces nadie tenía alzheimer, simplemente a uno se le iba la cabeza, que era cosa propia de los viejos- y me llevaba de la mano a ver –y esto debía mantenerlo yo en el máximo secreto- la ropa interior que tendían ciertas mujeres del pueblo. El se sabía perfectamente qué día de la semana hacía la colada cada una. Yo no le veía la gracia, pero siempre caían o unos cañamones o una gaseosa.
Un día, mientras se estaban asando las patatas y contemplábamos absortos el chisporroteo del fuego, me propuso un plan secreto que nos haría millonarios.
Primero había que hacerse con una mandrágora. Y él sabía dónde había una: en un rincón del soto, a la orilla del Ebro. Nadie me había hablado nunca de la mandrágora y, por lo tanto, yo no tenía ni idea de la existencia de plantas que sabían hablar.
Me aseguró que una vez arrancadas, tenían necesidad de contar todos sus secretos. Y lo que sabían era, ni más ni menos, dónde estaban escondidos todos los tesoros de los moros. Yo estaba absolutamente entusiasmado con la idea. Creo que nunca volveré a vivir con la intensidad de aquellos días. De repente todo lo imaginable estaba al alcance de la mano.
Pero me ocultaba un detalle trascendental que sólo me lo reveló la noche de autos. Resulta que la mandrágora grita tanto al ser arrancada que nadie puede aguantar sus gritos sin enloquecer y morir al poco tiempo. Por eso había pensado atarla a
Era, evidentemente, un precio excesivo. Lo dejé allí, perplejo, sin entender por qué me escapaba corriendo.
Murió a los pocos meses. Sé que en su lecho de muerte preguntó mucho por mí. Mi madre no comprendía que me negara a despedirme de él. No quise ni ir a su entierro, y eso que me habían reservado el estandarte más bonito para que lo llevara delante de la caja.
Como el tiempo es un dios consolador, ahora no hay vez que pase por mi pueblo –y eso es cada vez más de tarde en tarde- que no me acerque hasta su tumba, que nadie cuida. Mi tía, que desde hace veinte años descansa a su lado, le puso sobre la losa de mármol negro del panteón la figura del Sagrado Corazón. Curiosamente desapareció a los pocos días. El hecho fue muy comentado en todo el pueblo, porque se tenía por algo inaudito que hubiese gente tan desalmada como para robarle un Sagrado Corazón de Jesús a un muerto.
De vez en en cuando, cercano a los alrededores del café, detenerse y tomar un cortadico es realmente agradable.
ResponderEliminarHiperfuentes, usted tiene siempre en este Café barra libre. Me alegra mucho que no solamente pase por El Café de Ocata, sino que, además, deje constancia explícita de su paso. Un abrazo.
ResponderEliminarEntrañable personaje. La memoria duele (lo aprendemos cuando vamos cumpliendo años en este mundo). Por eso la esperanza de vida ultraterrena no se funda sólo en un anhelo interior y veleidoso, sino en la experiencia del valor de la vida de los seres queridos, que es inconcebible que queden reducidos a cenizas. El amor es más poderoso que la materia y el tiempo.
ResponderEliminarClaudio.
ResponderEliminar¿Vuelve el polvo, al polvo? ¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia, podredumbre y cieno?
¡No sé: pero hay algo que explicar no puedo,
que al par nos infunde repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes, tan solos, los muertos!...
En realidad, Claudio, yo me estaba acordando del inmortal verso de Quevedo:
ResponderEliminar... polvo serán, mas polvo enamorado.
Cuando lo leía en los años de bachiller, este verso era pura retórica. Hoy me parece que encierran una verdad profunda, realmente sentida e intuída.
A mi lo que me parecen estos hombres terribles o tremendos que jalonan la infancia y son igualmente queridos y desasosegantes es que son de cada infancia, donde como ya se sabe la pequeñez del niño agranda al otro. Creo que poco importa reencontrarlos en una vida eterna harto improbable, donde realmente poco juego darían; lo que importa es que adornaron la infancia de los niños que fuimos y fueron un poco nuestros hacedores.
ResponderEliminarDe todas manera, olvidaba decir, que dado que es poco probable que en una vida eterna pudiéramos encontrarnos los asiduos de este Café, procuraré si la casualidad me asiste, encontrar a algunos de los contertulios en vida. Y creo que es poco probable, porque pese a tener la seguridad de la influencia de Joaquín en las más altas instancias, es posible que algunas opiniones de las aquí soltadas se nos echaran en cara purgatoriana.
ResponderEliminarTe entiendo, gregorio. A mí también me asustaban (y me asustan) las personas que no dan valor a los animales. En cuanto al Sagrado Corazón, ¿no se lo quitarías tú mismo? Besos.
ResponderEliminarAparte del cariño y la perspicacia (literaria) que muestra, me parece que su evocación tiene el mérito de que habilita recuerdos a los que ha aplicado el lenitivo del humor, de la ironía, que acaso sean también un dios tanto o más consolodar que el propio tiempo. Un saludo.
ResponderEliminarLuís me acaba de encaramar a una peana.
ResponderEliminarLuis y Claudio: Los creyentes ateos quisiéramos, sobre todo, tener esperanza, fe y caridad en esta vida. En cuanto a lo que pueda haber más allá de las fronteras ("eskhatai", en griego) ya se sabe que es cosa de la escatología.
ResponderEliminarSi existe Dios seguro que no verá con muy buenos aojos a quienes creen en él como quien hace una inversión, esperando sacar réditos salvíficos a su fe; mientras que será generoso con quienes intentamos reconciliarnos con lo presente. Por eso, por ejemplo, a de agradecer esa forma de oración que consiiste en admirar la belleza transeunte, puesto que indirectamente, estás admirando a su creador.
Joaquín, que conste que to también te tengo un poco por medianero entre este café y la trascendencia.
ResponderEliminarLuis: A Dios pongo por testigo de que aunque tenga que desviarme unos kilómetros, sea cual sea el precio de la gasolina, me acercaré, Dios mediante (re-Dios, ya veis), si paso cerca de tus dominios, a quemar un poco de incienso ante los lares y penates de tu bosque.
ResponderEliminarIsabel: lo no dicho, no dicho está.
ResponderEliminarJuan Domingo: Efectivamente, la ironía nos redime de cierta ponzoña que rezuma a veces la memoria. Siempre la he tenido, a la ironía, por la muestra más clara de la inteligerncia de una persona. Y la máxima inteligencia consiste en aceptar la propia vida con naturalidad, en sus momentos trágicos y en sus momentos cómicos. Le rezo cada día a mi propia vida para que me ayude a acepatarla tal cual ha sido.
ResponderEliminarY, sin embargo, hay inteligencias poderosísimas inmunes a la ironía. Y son terribles y peligrosas. Esperemos que Dios sea irónico, ¿Cómo lo ves, Joaquín?
ResponderEliminarEstoy con Isabel en lo de la figurita, al leerlo he visto al niño... no sé si llevándosela y guardándola para siempre o tirándola. Las mujeres videntes también topamos con dudas.
Y finalmente, por la cosa de la mandrágora y por la atmósfera desasosegante de la infancia, he pensado en la pel.lícula reciente "El laberinto del fauno". Magnífica, a mi entender. Con unas amigas, llevamos (craso error) a nuestros chicos (11-12 años) respectivos y salieron aterrorizados, y eso que van de duros.
Lola
Me estáis haciendo tantos ruegos, que no tengo más remedio que daros una dirección de correo electrónico, a donde os podéis dirigir con todas vuestras dudas:
ResponderEliminararcangelsanrafael@heavenmail.com
Gracias infinitas, Joaquín.
ResponderEliminarLola: Sobre las inteligencia terribles e insensibles a la ironía. Tengo algún semiamigo así (llamarlo amigo sería excesivo). Es imposible utilizar en su presencia la ironía porque todo se lo toma en serio. Un calvario.
ResponderEliminar¿Recuerdas el "árbol de Porfirio"? Se trata de un esquema arbóreo con el que Porfirio pretendía ordenar la relación aristotélica entre géneros y especies, es decir, clasificar el mundo. Las mentes serias sólo saben ir del tronco a las ramas y de las ramas al tronco, siguiendo siempre los procedimientos rigurosos. Al irónico, por lo contrario, le encanta saltar de rama en rama.
Al irónico Aristóteles le atizaría un coscorrón por contumaz.
ResponderEliminarHa sido precioso, Don Gregorio.
ResponderEliminarun beso
Gracias doña Kasandra. Su criterio es valorado como se merece en este Café.
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