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viernes, 10 de noviembre de 2006

Memorias de un hombre con alzheimer VI

Esta historia se la contó al hombre con alzheimer su compañero de habitación en el Hospital de la Virgen del Carmen de Badalona. Hace de esto 24 años. Era un viejo, muy viejo, que había actuado en el Shangai junto a Machín, cuando éste llegó por primera vez a Barcelona y aún no se había ganado el puesto de vocalista en la orquesta de los Miura de Sobré.

Lo primero que me enteré al salir a la calle fue que el Machín había subido el cachet veinte duros -¡casi nada!- y que ahora cobraba por día 250 pesetas -¡de las de entonces!- ¡Quién las hubiera pillado! "Angelitos negros" era, desde luego, un éxito redondo. Joan, el Kilo, un saxofonista zurdo que había actuado conmigo por las salas de la ciudad -en el Trébol, sobre todo-, era el primero que me ponía al corriente de las novedades. Estaba más enterado que nadie por la sencilla razón de que era el primero en leerse todas las noticias. Como dormía en el quiosco del barrio, gracias a la caridad del quiosquero…

Joan el Kilo perdió la mano izquierda de la manera más tonta, por una heridita a la que al principio no quiso dar importancia, pero con la que después ya no pudo hacer carrera. De nada le sirvieron los paños de agua caliente hervida con sal. Ya era demasiado tarde. La heridilla había dejado paso a una llaga engangrenada. En cuatro días el hombre estaba irreconocible. Se quedó en el pellejo y acabó viviendo de la caridad de los que habíamos sido sus compañeros. Pero aquella mañana el Kilo no quería hablarme de la prensa. Me tenía reservada una bomba.

- Tu mujer te engaña. En cuanto sales tú, entra el otro.

Me quedé mirándolo sin saber si creérmelo o no.

- ¡Demasiado buena gente, eso es lo que eres! –me dijo.

- ¡Joder!

- ¡Ya me olía yo que no te iba a sentar nada bien!

- ¿Cómo te has enterado?

El Kilo no respondió, bajo la vista y se arrascó la nuca.

- ¿No me irás a decir que lo sabe todo el mundo?

El kilo siguió en silencio.

- ¿Y qué mierda hago yo ahora?

- ¡Rájalos!

- No seas bestia.

Lo invité a un café. Me lié un par de cigarrillos y finalmente tuve las cosas claras.

- ¡Ya sé lo que voy a hacer!

- ¡Eso es, con un par!

- Vamos a cantar entera "Yola", de arriba abajo.

- ¿Cómo nos vamos a poner a cantar eso en esta situación?

- ¿Y por qué no?

- Y menos aquí.

- ¡Anda, vámonos y nos damos una vuelta! ¿O es que ya no te acuerdas de la letra?

- ¡Joder que si me acuerdo! ¿Cómo no me iba a acordar?

- ¿Entera?

- ¡Entera!

- ¡Pues vamos!

Los dos nos la sabíamos de memoria. La comedia "Yola" la estrenó en 1941 Celia Gámez, con libro de Sáenz de Heredia y música de Quintero y Moraleda. El Kilo sentía una especial veneración por Celia Gámez. Tanto era así, que se fue andando desde Barcelona a Madrid para poder asistir, el 1 de julio de 1944, a la boda de la cantante con el odontólogo José Manuel Goenaga Alfaro.

- ¡Mira que ir a casarse con un sacamuelas! -de esto solía lamentarse con frecuencia.

La de veces que me contó el glorioso momento en que Millán Astray, el padrino de la boda, se vio forzado a lanzar el grito de "¡A mí la legión!" para poder acercarse a la novia librándose del enfervorizado gentío. Aquel viaje a Madrid le servía al Kilo para justificar su biografía. Y a eso son pocos los que pueden aspirar. Se entusiasmaba especialmente cuando relataba el sagrado momento en que el barítono Sergi Vela entonó el "Ave María" de Gounod en el interior de la iglesia. ¿Pero crees que pudo oírlo? Cuando hablaba de su viaje lo comparaba con los diez mil kilómetros que tuvieron que recorrer los de la División Azul cuando Hitler se negó en redondo a llevarlos en tren desde Polonia al frente ruso. Como aquellos legionarios, el Kilo cantaba a voz en grito aquello de:

"Tenemos que recorrer
mil kilómetros andando
para luego demostrar
lo que llevamos colgando".

A los dos nos gustaba más "Yola" que "Las Leandras". El "Pasacalle de los nardos" o "Pichi" estaban bien, tan bien que gracias a "Las Leandras" Celia Gámez pudo comprarse un piso en la calle de la Salud, en Madrid, pero "Yola" era más suya, menos madrileña.

Y mi compañero de habitación se quedó dormido. Y yo, ya veis, me quedé sin saber si aquella ancianita que venía cada día a verlo y se sentaba a su lado horas y horas era o no la mujer infiel.

11 comentarios:

  1. Voy: Lo era.
    Y me doblo la apuesta a mí misma: El amante era el amigo.
    Me encantan los tríos (de ases a poder ser).

    Lola

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  2. Genial.
    Yo apuesto, a que el amante era el quiosquero (kioskero?)

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  3. Casi creí que la historia la estaba escribiendo el anciano aquel, de no ser por el cierre. Luri, el escribano de las mil caras. Qwerty te agradece que juegues con él. Saludos.

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  4. LOla y Cel·lia: Me dejáis intrigado. Evidentemente tenemos que dejar nuestras palabras a disposiciónd e los demás para pode rcomprender lo que llevan dentro.

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  5. Umla: ¡Qué gran canción esa de "precausíooon amigo condutoooorrr". Yo se la cantaba a mi novia. De hecho le juré que la había compuesto yo mismo para ella. Pero claro, la mentira no tenía mucho futuro.

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  6. Sí, la llevo en un cd en el coche, para ponérmela de vez en cuando y concienciarme de los peligros de la carretera.

    Conste que yo también estaba convencida de que el manco era el tercero en discordia.

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  7. Probablemente sí, probablemente Don Gregorio.

    Pero lo que parece claro, según lo cuenta usted, es que al ancianito siempre le había gustado distraer la atención de los otros.

    Entonces, me pregunto yo por qué demonios habría querido distraerle a usted de la suya. ¿Quizás porque se sentía sólo y usted no hacía más que leer ''sus periódicos''? :)

    Besos

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  8. Si todas vosotras sospecháis del manco... pero, entonces, ¿por qué advirtió a mi compañero hospitalario? Demasiado maquiavelismo para no se qué fines. No me acaba de convencer.

    Verá usted, doña Kasandra, el ancianito era muy buena persona, pero una uténtico suplicio. En cuanto se despertaba, fuese la hora que fuese de la noche, se dirigía a mi con una pregunta fatal.

    - ¡Compañero, compañero! ¿Estás durmiendo?

    Evidentemente, si estaba durmiendo él se encargaba de despertarme con su convocatoria a la solidaridad de los doloridos.

    - ¡Lo qué es el dolor! ¿Eh, compañero? ¡Qué cabrito, el dolor, que no nos deja dormir!

    E inmediatamente se ponía a contarme alguna cosa de su vida. Pero sus historias se interrumpían de repente. En un abrir y cerrar de ojos. El sueño caía sobre él cmo un rayo y mi vecino sustitu-ía la palabra por el ronquido con una naturalidad absoluta. Tres días y tres noches estuvimos compartiendo habitación.

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  9. Interesante juego de perspectivas narrativas.

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  10. Aprecio su elogio en lo que vale, doña Maga.

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  11. Yo no sospecho del manco, yo sospecho del kioskero.

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