Leo Strauss falleció el 18 de octubre de 1973. En la sumaria necrológica que publicó el New York Times tres días después, se leía: “Leo Strauss, un influyente filósofo político e intérprete de la teoría política clásica, falleció el jueves de neumonía en el Anne Arundel Hospital de Anápolis. Tenía 74 años”. Pasaba a continuación a mencionar sus últimos años en esta ciudad y su magisterio con un tono bastante neutro: “Un maestro de varias generaciones de científicos políticos, escribió libros para otros especialistas más que para el público en general y no era muy conocido fuera de su campo”.
30 años más tarde este mismo diario descubrirá a otro (supuesto) Leo Strauss y se prestará sin reticencias a difundir las críticas de quienes lo presentarán como el ideólogo de los neoconservadores, contribuyendo a difundir una imagen perversa de su filosofía. Fue en las páginas del New York Times donde se identificó a un antidemócrata y elitista Leo Strauss como el responsable ideológico del auge del republicanismo. El ataque fue tan virulento y desmedido que Jenny Strauss se vio obligada a salir en defensa de la memoria de su padre en este mismo diario: “Artículos recientes han retratado a mi padre, Leo Strauss, como la mente oculta detrás de los ideólogos del neoconservadurismo que controlan la política exterior de los Estados Unidos... No reconozco al Leo Strauss que estos artículos describen.”
¿Cómo pudo escapársele a todo el mundo la relevancia ideológica del malo maloso de Leo Strauss, siendo tan perverso y depravado? ¿Cómo el New York Times no lo denunció en su momento? Lo cierto es que si Strauss fue tan relevante, en el New York Times no se mostraron muy avispados a la hora de redactar su necrológica. El 21 de octubre de 1973 el redactor de la necrológica que comentamos se limita a añadir a lo ya dicho, lo siguiente: “Uno de sus colegas observó que dentro de la profesión el Dr. Strauss es apreciado por mantener vivo el estudio de los filósofos políticos clásicos y por mostrar a sus estudiantes que pensadores como Maquiavelo y Hobbes eran relevantes para los dilemas políticos del presente en un momento en que la aproximación cuantitativa y conductista (behavioral) a las ciencias políticas está de moda”.
Nadie puso en duda tampoco las palabras de Bloom en el primer aniversario de la muerte de Strauss, que sostuvo que Leo Strauss había sido, básicamente, un hombre solitario. Por muchas personas relevantes que pudiera conocer y por muchas horas que pudiera pasarse hablando con sus alumnos, el centro de su ser, insistió Bloom, “era el solitario, continuo, meticuloso estudio de las cuestiones que consideraba más importantes”. Vivir era para él, fundamentalmente, pensar. Y no poseyó ambición mayor que la de comprender. Quien tenga ojos para ver podrá comprobar que “no pertenecía a ninguna asociación, ni asumió ningún cargo de autoridad”. Y, desde luego –añado yo-, estuvo muy lejos de ser un straussiano.
Siempre quedaba el recurso a la teoría conspirativa para justificar el desconocimiento que se tuvo de él mientras vivió. Si Leo Strauss fue un conspirador, era lógico que fueran muy pocos los que tenían un conocimiento directo de sus obras. Era lógico, también, que se mostrara reservado, que rehuyera la popularidad, que nunca se mostrara interesado por hablar en armonía con el gusto de su época, que no fuera nunca entrevistado en medios como el New York Times o el New York Review of Books.
¿Por qué no sospechar –retrospectivamente- que Bloom pretendiera ocultar alguna cosa cuando decía que “Strauss repetía con frecuencia el dicho de Hegel de que la filosofía debería evitar ser edificante” o afirmaba que “estaba preocupado en primer lugar con encontrar respuestas para sí mismo y sólo en segundo lugar en comunicar lo que había encontrado y mucho menos en que las demandas de la comunicación determinasen los resultados de su investigación.” Otros discípulos insistían que nunca se había preocupado por estimular el interés de sus alumnos por la gestión política. Pero el dogma de que los neoconservadores eran discípulos de Strauss se iba imponiendo inexorablemente tanto entre los medios liberales como entre los más conservadores de los Estados Unidos.
Hay una razón obvia por la que Strauss no pudo ser acusado de ideólogo de los neoconservadores en el momento de su muerte: el neoconservadurismo aún no existía. Pero los enemigos de Strauss no han dado valor a esta minucia.
Strauss no fue denunciado como neoconservador hasta los años de la “revolución conservadora” de Ronald Reagan (1981-1989), cuando algunos de sus discípulos coincidieron con los “neoconservadores”, que entonces culminaban su largo viaje ideológico desde las filas del trotskismo, en los años 30, hasta las del republicanismo, después de haber recalado en el campo base del partido demócrata durante más de dos décadas. Neoconservadores como Kristol o straussianos como Harry V. Haffa defendieron la existencia de un nuevo espacio político, basado en los principios de la Declaración de Independencia y alejado tanto de los libertarios de derecha como de los conservadores tradicionales (a los que menospreciaban como “paleoconservadores”). Su auténtico héroe era Ronald Reagan, a quien Norman Podhoretz bautizó como “the first new conservative”. Leo Strauss, por razones obvias, no coincidió con los neoconservadores ni en su origen ni en su meta. Tampoco en su trayectoria. No hay ningún artículo suyo en los órganos de expresión de este movimiento, Partisan Review o Encounter. El neoconservadurismo, como movimiento tiene su nacimiento ideológico en 1979, aun cuando el terminológico fuera anterior. Esta año su publica Confessions of a True, Self-Confessed Neoconservative (1979) de Irving Kristol, de quien es la definición del neoconservador como "un liberal asaltado por la realidad”. Esto debería ser suficiente para hacernos dudar de que Strauss pudiera haberse considerado nunca a sí mismo como neoconservador.
La primera denuncia relevante contra Strauss es de 1985 y estaba firmada por un helenista, Myles Burnyeat, que lo presentó como “el gurú preeminente del conservadurismo americano”. Añadía que se puede conocer su pensamiento de dos formas: yendo directamente a sus libros o “solicitando una iniciación con un straussiano”, que es aquel que “lee los libros seculares de manera religiosa, talmúdica, cabalística, y, por encima de todo, de manera perversa”. Esta contundencia crítica provocó una inmediata salida en tromba de los discípulos de Strauss en defensa de la memoria del maestro. Burnyeat no sólo no cambió de opinión sino que trató al straussianismo de “nuevo culto emergente”.
Ese mismo año, 1985, Shadia Drury, de la Universidad de Calgary, descubrió ni más ni menos que una conspiración contra la democracia promovida ideológicamente por Leo Strauss. Tanto en sus artículos como en sus libros, Drury ha insistido en demostrar que Leo Strauss era un cínico y ferviente acólito del nihilismo de Nietzsche y Heidegger. Su libro The political Ideas of Leo Strauss, se convirtió pronto en un manual de campaña. En él se decía que Leo Strauss había fundado un culto filosófico a su propia persona y que había enseñado doctrinas diferentes a sus diferentes seguidores. No es una manera elegante de explicar las divergencias entre los straussianos, pero ha sido eficaz.
Cuando tres años después, en 1988, Heinrich Meier publicó Carl Schmitt, Leo Strauss und Der Begriff des Politischen, los críticos de Strauss creyeron encontrar finalmente la prueba definitva de la maldad intrínseca de Leo Strauss. Meier demostró la existencia de una estrecha relación intelectual entre Leo Strauss y Carl Schmitt, lo cual autorizó a unos cuantos cretinos a tratar directamente a Leo Strauss de nazi.
Hay que decir que algunos discípulos de Strauss, guiados más por la vehemencia que por la inteligencia, contribuyeron con su conducta a echar leña al fuego. Es el caso de Thomas Pangle, que en 1989, en la introducción a The Rebirth of Classical Political Rationalism, arrogándose una representatividad que estaba muy lejos de detentar, confiesa que los estudiantes y seguidores de Leo Strauss “no sólo han formado un grupo distinguido y combativo de conservadores en el mundo académico contemporáneo, sino también una fuerza revolucionaria en el conservadurismo americano”. Eran estos unos tiempos en que todos los vientos parecían favorables y este exceso parecía un gesto reivindicativo. Como es bien sabido, en 1989, después de la caída del muro de Berlín, mientras MacDonald invadía Moscú, Francis Fukuyama publicaba su artículo ‘The End of History?’. En estos años de optimismo, el término “neoconservador” parecía un título tan admirable que Pangle, al apropiarse de él, estaba lanzando, consciente o inconscientemente, un puente entre el neoconservadurismo y Strauss, dejando abierta la sospecha de que el pensamiento crítico de Strauss pudiera ser interpretado como ideología victoriosa.
El 2 de agosto de 1990 Saddam Hussein invade Kuwait. Una vez derrotado, el presidente Bush decidió retirar las tropas sin provocar un cambio de régimen en Irak. Esta orden fue criticada muy duramente por un antiguo colega de Strauss en Chicago, Albert Wohlstetter, maestro de dos de las figuras más polémicas entre los neoconservadores, Wolfowitz y Perle. Publicó un artículo con el expresivo título de “The Bitter End: The case for re-intervention in Iraq” Le Monde (FRANCHON, Alain y VERNE, Daniel, “Le stratège et le philosoph”, 15 de abril de 2003.) denunció inmediatamente que Wohlstetter era el estratega y Strauss el ideólogo de los neoconservadores. Lo cierto es que los neoconservadores vieron la retirada americana de Irak como un síntoma de la posible pérdida de tensión de la democracia americana. Fue de nuevo Thomas Pangle quien desarrolló esta tesis, con el argumento de que con el fin de la Guerra Fría y privada de su enemigo, la democracia liberal corría el riesgo de relajar su sentido cívico y abrir las puertas al triunfo del relativismo moral. Fukuyama y Donald Kagan comentaron esta obra de manera muy favorable.
Probablemente todos estos acontecimientos en sí mismos sólo habrían afectado tangencialmente a la memoria de Leo Strauss si no hubiesen venido acompañados por la conquista republicana de la mayoría en el Congreso de los estados Unidos en noviembre de 1994, que se había mantenido mayoritariamente demócrata desde 1952. Si los republicanos comenzaron a hablar de una “nueva mayoría social”, entre los perplejos demócratas no faltaron los que, frotándose los ojos, intentaron explicarse lo ocurrido echando mano del viejo recurso conspirativo. El New York Times se prestó al juego de presentar a Leo Strauss como el ideológico oculto de la recuperación republicana, añadiendo que se trataba de un filósofo hostil a la “presunción de la Ilustración de que todos los hombres fuimos creados iguales” y de un conservador que veía el status quo como la expresión de la voluntad divina. Shadia Drury se limitó a echar más leña al fuego ya prendido cuando en 1997 publicó Leo Strauss and the American Right, donde muestra a un Strauss decididamente enemigo de la democracia liberal, que enseñaba sus artes del engaño político a un grupo elitista de políticos americanos. Estas extravagancias fueron recogidas en centenares de artículos, como el de Gregory Bruce Smith, titulado ‘Leo Strauss and the straussians: An Anti-Democratic Cult?’.
El 11 de septiembre de 2001 tuvo lugar el ataque terrorista contra los Estados Unidos. Pocos días después, el 15 de septiembre, Bush reunió a sus principales asesores en Camp David. El neoconservador Wolfowitz aprovechó la ocasión para recoger la idea de su maestro, Wohlstetter, y proponer una guerra generalizada contra el terrorismo, incluyendo Irak.
Los partidarios de la teoría conspiradora, que por aquel entonces ya hacía tiempo que había cruzado el Atlántico, entraron en ebullición. Heinrich August Winkler (“Wenn die Macht Recht spricht”, en Die Zeit, 26 de junio 2003) sólo encontró una diferencia entre la “revolución conservadora” que precedió a la llegada de Hitler en Alemania y la situación de los Estados Unidos: que los straussianos habían encontrado en Bush lo que Carl Schmitt había buscado inútilmente, el acceso al gobernante. A partir de este momento la crítica se transforma en parodia y toda hipérbole parece legítima como denuncia de la conspiración. En 2003, el excéntrico candidato a la presidencia de los Estados Unidos, Lindon LaRouche, hace de Leo Strauss un “destacado ideólogo fascista” y una “criatura depravada y satánica”. LaRouche distribuyó más de 400.000 ejemplares de un panfleto antistraussiano que el diario Al Arab International publicó íntegramente en su edición del 3 de julio. Otros optando por la lírica fácil, como Jim Lobe, denunciaron que los “Neocons dance a Strauss waltz”; otros, prefiriendo la épica, se decantaron por la sal más gruesa, como Jeffrey Steinberg, que trata Strauss de “Fascist Godfather of the Neo-Cons”. Otros fueron más directos y se contentaron con tacharlo de likudnik. Se abrió la veda del pim-pan-pum y todo calibre estaba permitido. Se habló de los “leocons”, de los “straussianos Hijos de Satán”, de “la filosofía satánica de Leo Strauss”, etc, etc. En esta situación incluso los “paleoconservadores” se sienten orgullosos de su diferencia.Uno de los más fieles enemigos de Strauss ha sido Patrick Buchanan (BUCHANAN, Patrick, “Whose War?”, en The American Conservative, 24 de marzo de 2003). En Le Monde y en Nacional Review se han encontrado con frecuencia los mismos argumentos contra Strauss.
En el 2003, cuando más arreciaba la balacera, Richard Rorty tuvo la dignidad de salir en defensa de Leo Strauss, a quien había tenido de profesor en Chicago. Ya hemos hablado de eso. ¿Pero quién va a hacerle caso a Rorty pudiendo mantener una buena teoría conspirativa?