Traducimos habitualmente el término griego eudaimonía por felicidad y al hacerlo así, se nos pasa por alto que lo que un ateniense del siglo V antes de Cristo entendía por eudaimonía tiene muy poco que ver con lo que un barcelonés del siglo XXI después de Cristo entiende por felicidad. El barcelonés oye esta palabra e inmediatamente piensa en un estado emocional; el ateniense oía la palabra eudaimonía e inmediatamente pensaba en un modo de existencia. El barcelonés piensa, como Rousseau, en un estado en que no se sienten vacíos en el alma. El griego piensa en la forma en que algo (sea una planta o un hombre) expresa plenamente lo que es, sea la que sea la circunstancia en la que se encuentre, especialmente si le es adversa. La planta no pretende ser feliz, simplemente sigue su desarrollo en busca de la plenitud de su naturaleza. De la misma manera, el eudaimónico pone de manifiesto la plenitud de su naturaleza incluso cuando se encuentra en medio del caos, porque algo lo llama a lealtad consigo mismo, aunque sería mucho más cómoda la renuncia.
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