Mañana luminosa de domingo después de un día alborotado. Aún estábamos de sobremesa cuando un trueno descomunal nos hizo saltar de nuestras sillas. Después cayó un auténtico chaparrón que aquí, en Ocata, duró poco, pero parece que por los pueblos cercanos lo hizo con saña. Es lo que tienen la tormentas mediterráneas, que puede caer el diluvio en un par de kilómetros cuadrados y formar una riera que arrastra todo lo que se encuentre hacia el mar. Me fui a la cama tarde porque estuve viendo, una tras otra, dos películas sobre Churchill. ¡Qué hombre! Sus enemigos en Gran Bretaña decían de él que era capaz de hacerse un tambor con la piel de su madre para tañerlo en ofrenda a su propio ego. Sus admiradores veían en él un ejemplo de lo que Aristóteles llamó «megalopsykhía» (μεγαλοψυχία). Esta palabra se traduce habitualmente por «magnanimidad», pero es, sobre todo, una ambición (¿casi?) desmedida por llevar las riendas del Estado en los momentos más graves, aquellos en los que todo está en juego. Es la fuente de todo liderazgo verdadero, pero también de toda ambición totalitaria y de esa atracción que a veces empuja al votante democrático hacia la llama de la sumisión. Por eso conviene que no haya megalopsykhía que no esté sometida al escrutinio democrático de las urnas. Para ello es imprescindible que seamos todos tan demócratas que reconozcamos que no hay soluciones democráticas para todos los problemas políticos. Es decir, que no ignoremos lo trágico de la riera desbordada en tiempos de sequía.
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