Me estoy encontrando con un número creciente de centros educativos que confunden malestares con conflictos y los conflictos con tragedias. Aunque el malestar episódico es un síntoma normal de una vida normal, si lo comparamos con una imagen idealizada e inalcanzable del bienestar, toda incomodidad se convierte en drama. Hemos entrado en la cultura del sentimiento del propio sentimiento y en nombre de la salud, huimos de todo aquello que es ingrato. Por ejemplo, criticamos los exámenes por producir estrés, pero uno de los objetivos de los exámenes es, precisamente, evaluar el rendimiento en condiciones de estrés. Las respuestas emocionales a las experiencias cotidianas no solo se han redefinido con un lenguaje terapéutico, sino que enseñamos a los niños a percibir su propia vida a través del lenguaje de la terapia, con lo cual, indirectamente, los animamos a que adopten sobre sí mismos una actitud diagnóstica. Hay una floreciente industria del malestar estimulada por ese psicosocialismo que es hoy la ideología de izquierdas. Un influencer dispuesto a contar sus desgracias se hace de oro. Pero animando a los niños a que hagan aflorar sus malestares estamos olvidando lo más importante: que lo inteligente no es estimar la felicidad, sino la vida.
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