Creo que ya comenté por aquí que me di un buen corte en un dedo con unas tijeras de podar. Fue doloroso y sangriento, pero no grave. Sin embargo, durante los días siguientes mi relación con el mundo ha estado condicionada por ese dedo, empeñado en hacerse punzantemente presente. Hiciera lo que hiciera, siempre acababa recibiendo un golpe en la herida y sintiéndome como un resentido digital. Ahora, con el dedo ya en vías de perder protagonismo y pasar a ser un dedo trivial, me pregunto cuántas veces la intensidad de nuestra relación con el mundo está mediada por nuestras heridas. ¿Y si realmente lo que nos diferencia de las máquinas no es tanto nuestro interior, como nuestra piel? Nosotros tenemos piel. Somos el animal de las mejillas rojas. Las máquinas, al menos por ahora, solo tienen superficie. No solamente tocamos sino que, como insistía Merleau-Ponty, sentimos las reacciones que nuestro tacto provoca, dando intensidad a nuestro mutuo sentir. Nuestro tocar es tocar a alguien que se siente tocado, por eso, en el tacto íntimo somos solo parcialmente nosotros. Sentimos sintiendo lo que siente el otro. Sin el otro, nuestro sentido del tacto se siente huérfano, porque solo toca cosas.
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