Se ha muerto otro vecino y el barrio se está llenando de viudas. Por lo que a mí respecta, no hay inconveniente alguno. Me quiero lo suficiente como para pedir, esperar y desear que sea mi mujer la que se quede viuda. Esto, la viudedad femenina es, en el fondo, otra ventaja masculina. Antes de decaer, morir; una vez amortizado como padre y marido, lo que queda es esperar que haga buen tiempo para sentarte un rato en el banco rojo de la plaza. No hay más que ver a esos viejos que se quedan viudos y van desapareciendo poco a poco, desdibujándose, fundiéndose con el paisaje borroso. Se quedan con una vida de cuatro rutinas y en cada una de ellas todo lo que hacen es estar estando, viendo pasar la nada por delante de sus narices sin poder asirla. Sin fuerzas para asirla. A veces se sientan dos viejos en el mismo banco de la plaza de Ocata y tras intercambiarse dos o tres fórmulas de cortesía, se dedican a miran al pasado con un hambre voraz... mientras se han quedado sin apetito de futuro. Ser viejo es ser un suplente lesionado. Nadie te dirá «¡calienta, que sales!». Tu misión es esperar el pitido del final del partido sin dar guerra. Ser viuda, por lo que puedo ver, es otra cosa. Pasados los primeros meses de duelo, salen poco a poco a descubrir el mundo, aún disponen de la prórroga del partido.
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