I
Hace dos días me pidieron de Arequipa una conferencia sobre la atención. Intenté resistirme alegando que cuantas más cosas sabía sobre este sorprendente fenómeno de la atención, menos claro tenía su funcionamiento. Pero esto es lo que más les gustó. Y me quedé sin argumentos para continuar resistiéndome.
II
Ayer por la tarde en misa no tenía forma de estar en lo que estaba. Una insidiosa pregunta no paraba de rondarme con su zumbido: "¿Cómo se llama la selva que se encuentra entre Colombia y Panamá?" No tenía manera ni de recordar la respuesta ni de ignorar la pregunta. Ahora, que no me lo pregunto, la respuesta me sale al paso: El Darién. Unas horas antes había recibido un mensaje confidencial que me aseguraba que ya estaba resuelto el paso por Costa Rica de las legiones de caminantes que se dirigen desde diferentes países sudamericanos a los Estados Unidos y que se encuentran en el Darién con un cuello de botella y el chantaje y abuso de gentes sin escrúpulos. El Darién, sin embargo, no es noticia.
III
Lo único que me mantenía anclado en misa era el comportamiento de un matrimonio de octogenarios que tenía delante de mí. Un mechón rebelde de pelo blanco le colgaba a él sobre la frente y ella, con una mirada de cariño que enternecía, le pasaba se lo recogía haciendo con sus dedos un peine. El gesto se repitió varias veces y tras cada empeño, se cruzaban sus miradas con una ternura tan evidente que me provocaron una punzada de soledad. Siempre me ha parecido que el amor valioso es el que se preocupa por nimiedades del amado: el mechón de pelo, un hilillo blanco en la solapa, un poco de caspa sobre los hombros, un intencionado choque de las rodillas, un caminar acompasado, un renunciar satisfecho al trozo más sabroso para que lo disfrute el otro... son todos estos detalles los que hacen de un matrimonio un mundo que nos parece -¡ay!- blindado contra el tiempo.
IV
Admito que, en mi caso, hay un detalle contra el que se estrellan el amor y la ternura: tiene lugar cuando estoy disfrutando de la lujuria de una cerveza helada y ella me pide un sorbo. Ese sorbo es precioso... y se lo acabo cediendo. A regañadientes, eso sí.
El mundo cervecero me rompe los esquemas. Me gusta beberla de vez en cuando, sobretodo en los veranos. Voy al super y contemplo la treintena de marcas y variedades, escojo una q no he tasteado y así todo el verano. Todas me sientan mal, me hinchan la barriga y me deshacen el pensamiento, me edulcoran los sentidos y me amargan el aliento. Y vuelvo al super y elijo otra, cuando de repente un día esa escogida me restituye el alma. Pero al cabo de unos días, se me olvida su marca...
ResponderEliminarLo que no está reñido con la prudencia: aunque ella diga que no tomará, pedir ración doble de patatas fritas.
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