I
Hablando esta mañana por teléfono mi hermana y yo recordábamos cuando nuestro abuelo Federico volvía precipitadamente del campo para ir a misa y si no tenía tiempo de pasar por casa, dejaba la azada en la puerta de la iglesia. Recordábamos igualmente cuando era más difícil conseguir un asiento libre en misa que en el cine. Aquellas iglesias a reventar de feligreses han dejado paso a iglesias donde sobra espacio y a las que se puede entrar tal como se viene de la calle.
II
Esta tarde hemos hecho, como todos los años, la procesión de Corpus Christi por algunas calles del pueblo y me he vuelto a sentir como si formara parte de los últimos restos de un ejército derrotado. Derrotado, sí, pero que volvería mil veces a dar la batalla, aun sabiéndola perdida. Los que vuelven de la playa y se encuentran de sopetón con nosotros nos miran con cara de perplejidad. No nos entienden. Su perplejidad no es fruto de la admiración sino de quien se encuentra en la calle una cartera llena de billetes falsos.
III
Antes de ir a dormir he pasado un rato con Porfirio, que se considerada el discípulo predilecto de su maestro, Plotino y, posiblemente, tenía razón.
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