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viernes, 22 de mayo de 2020

La plácida luz de la tarde

Se ha dicho alguna vez que la filosofía de Platón es una filosofía de la mirada. Algo de esto hay, efectivamente, pero es más justo decir que es un filosofía de la luz. Es una filosofía que nace de la admiración de que las cosas no nos sean indiferentes, de que podamos conocer, aunque sea parcial y precariamente el mundo gracias a la luz. La luz es el lazo de unión entre el objeto y el sujeto al mismo tiempo que los crea a ambos.

Los egipcios tenían una gran diosa, Maat, que fue la creadora, a la vez, de la luz y de los perfiles de los objetos, de los límites de las cosas. Antes de la luz había una oscuridad indefinida, donde nada tenía ni comienzo, ni fin, ni límite alguno.

Para Heideegger, el gran acontecimiento, el fenómeno que debe llenarnos de admiración, es la aparición de un ser, el hombre, que al mismo tiempo ve y delimita, es decir, hace metafísica. 

La actividad de delimitar -la actividad metafísica inherente al hombre- lleva implícita la gran pregunta por el horizonte que hace posible toda delimitación. Si delimitamos, siempre hay algo en el interior de lo cual delimitamos. Por lo tanto, podemos preguntarnos por aquello que es la condición de posibilidad de toda delimitación, por el horizonte de todos los horizontes posibles.


Y en esa pregunta nos acecha, agazapado, lo que, con Santo Tomás, podemos expresar de esta manera: "Et hoc dicimus Deum".

Ayer nos pusimos a andar cuando faltaban quince minutos para las 8 de la tarde, y, yendo de horizonte en horizonte, ya sabéis, "un poco más allá, hasta aquel recodo", subimos a Sant Mateu, desde donde disfrutamos, iluminada por la placida luz de la tarde, que caía en diagonal, la declinación del mundo. Allá a lo lejos, Barcelona, y, más allá, tras las montañas, el perfil difuso de Montserrat (penúltima imagen). 13 kilómetros de paz que nos regalaron ese sueño profundo en el que te dejas caer desmoronándote en la indefinición como un castillo de naipes.

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