Es imposible leer a Philip Rieff sin preguntarse continuamente qué es, exactamente, eso que llamamos cultura. Es imposible, sobre todo, en nuestros días, cuando hemos convertido todo en cultura y hablamos de cultura de los jóvenes, de cultura infantil, de cultura de las cárceles, de cultura digital, de cultura de masas, de cultura de las emociones, de cultura de lo cotidiano, de cultura de la noche, etc., etc. Todo es cultura porque entendemos la cultura horizontalmente, de manera plana, como lo que hacemos, como una conducta peculiar que no nos exige nada. Hemos abandonado la exigencia ascensional de la cultura vertical. Pero precisamente porque estamos asistiendo en nuestras sociedades modernas al espectáculo enorme -y deprimente- del abandono democrático de la alta cultura, es más pertinente que nunca la pregunta qué es la cultura. Para Rieff es un ejercicio de sublimación colectiva que cumple socialmente el papel que el superyó individual cumplía para Freud. Ese papel es, fundamentalmente, el de ocultar la crueldad ciega de la naturaleza y, sobre todo, ocultar nuestra soledad esencial. La alta cultura (que tanto amaban él y su mujer, Susan Sontag) no es tanto un producto como una intensidad: la intensidad con que algunos grandes hombres temerarios se interrogan continuamente, siglo tras siglo, sobre qué es la cultura y nos muestran así las puertas que se abren al vacío y a la ausencia de rostros tras nuestras máscaras. Lo hacen con tan excelsa calidad que los pequeños hombres vemos la belleza de sus obras y nos quedamos cegados por ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.