La voracidad con la que los despernados por el mucho andar -especialmente si tenemos las rodillas como una bolsa de calderilla- tomamos el tren de cercanías al asalto dice mucho sobre nuestra cosa en sí. Todo son caras de buena gente en el andén... hasta que se acerca el tren. Entonces desparecen los vecinos del pueblo, los conocidos y hasta los amigos. Nos apresuramos a sacar los codos y a ocupar el con aire marcial el espacio hipotético en el que quedará la puerta de acceso del vagón. Si acertamos, es la felicidad. ¡Estamos salvados! ¡Nos tocará asiento! Si no acertamos, hemos de ponernos a la cola de los que han calibrado con exactitud dónde se pararía el tren. Pero la frustración nos hace más agresivos dando cumplida fe con nuestra conducta de que el «bellum omnium contra omnes» sigue vigente. La moral kantiana, amigos, está bien cuando hay pocas personas esperando al tren, pero en situaciones desesperadas, que son las habituales, todos nos hacemos hobbesianos. Si has pillado asiento no se lo cedes ni a un herido de guerra. También hay que decir que la RENFE no nos pone fácil la generosidad. Ir de pie hasta tu destino es como ir a galeras: sangre, sudor y lágrimas en una humanidad compactada en la que la suma de las gravedades individuales pone de manifiesto la relatividad del espacio. Y cuando ya no cabe ni una aguja más, llega corriendo el de la bici, empeñado en subirla al tren.
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