Hugo se llamaba la víctima. Se ensañaron con él durante 25 minutos. Mientras todo el clan observaba la escena sin intervenir, las hembras saltaban sobre su cuerpo y le mordían en la espalda, las piernas, el cuello, los dedos… Todo lo que él podía hacer era intentar cubrirse la cabeza. Una le arrancó de un mordisco parte de una oreja. Otra le desgarró un pie y masticó el tejido arrancado. Después le mordió los testículos. Contemplando la escena hemos aprendido que el bonobo es un lobo para el bonobo y esto es lo que lo humaniza. Creíamos que la de los bonobos era una sociedad pacífica en la que las hembras están al mando y se practica el amor alegremente como si se estuviera poniendo en práctica el Kama Sutra; en la que se ignoraba la guerra, se practicaba la sororidad y no se recurría al poder para resolver problemas sexuales, sino que se recurría al sexo para resolver problemas de poder. Suponíamos que el matriarcado bonobo ponía en cuestión los mecanismos ancestrales de poder y liderazgo entre los humanos y que entre ellos la empatía era la norma de conducta. Pero todo era un cuento y ahora no sabemos qué hacer con el 14 de febrero, día del bonobo y de los enamorados. Al menos para Hugo se ha demostrado que Hobbes tenía razón: «la vida en estado de naturaleza es solitaria, pobre, grosera, brutal y corta». Lo que solemos llamar «vivir de acuerdo con la naturaleza» se reduce a imponerle a la naturaleza una moral. El Aquinate tenía razón: la ley natural no emana de la naturaleza, sino de la naturaleza del hombre, que es quien pone nombres propios a los animales. ¿Qué demonios hacemos con la naturaleza? Una alternativa nos la ofrece John Huston en La Reina de África (1951). Me refiero al momento en que Bogart defiende ante la Hepburn que «un hombre se emborracha de vez en cuando, está en su naturaleza». Ella le replica: «La naturaleza es lo que hemos venido a superar». La otra alternativa nos la ofrece Leopardi en su Diálogo de la Naturaleza y un Islandés (1824). Ante la naturaleza no debemos hacer nada, porque no podemos hacer nada. Un islandés muy culto se encuentra con la naturaleza en los desiertos de África meridional. Es una mujer descomunal, con unos enormes pechos y todo en ella tiene un aire sacro. Pero es la figura más impía del universo. «La naturaleza –dice ella misma- no se ocupa de la felicidad o de la infelicidad de los hombres. El hombre no es nunca su objetivo: no lo cuida, no le presta atención. Cuando hiere a uno no se da cuenta de ello ni tampoco cuando le proporciona placer. Es tan indiferente como ciega. No sabe lo que hace». Este diálogo, dice Leopardi, tiene dos posibles finales. En el primero, mientras el islandés y la naturaleza están hablando, llegan dos leones, «tan arruinados y miserables por el hambre» que se comen al islandés, con lo que aún pueden mantenerse con vida aquel día. En el segundo, mientras el islandés está hablando con la naturaleza, se levanta un fortísimo viento que lo tira al suelo y edifica sobre él un «soberbio mausoleo de arena, bajo el cual, perfectamente disecado y convertido en una momia estupenda, fue encontrado por unos viajeros, y fue trasladado más tarde a un museo de no sé bien qué ciudad de Europa».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.