Los hispanoamericanos y los hispanoeuropeos no somos extranjeros entre nosotros. Por esta razón los hispanoamericanos no son inmigrantes cuando vuelven a España. En todo caso serán trasterrados o empatriados, como el filófoso José Gaos se definía a sí mismo en México.
Para comenzar compartimos el Siglo de Oro, que es tan hisopanoeuropeo como hispanoamericano y para continuar compartimos a nuestros abuelos. Miguel de Cervantes estuvo a punto de ser nombrado corregidor de La Paz, donde vivían sus amigos Juan de Salcedo Villandrando y Rodrigo Fernández de Pineda. O sea, El Quijote estuvo a punto de ser escrito en tierras americanas. Desde 1962, Cervantes es «Corregidor Perpetuo de La Paz».
Cuando oí a un indio de Bolivia el verbo «tristear», inmediatamente pensé que teníamos que importarlo a España, porque las vetas del español están tanto en La Paz como en Vallecas. Lo mismo pensé cuando en la ciudad de México escuché «cantinflear» y, a la inversa, cuando en Montevideo la hija de unos amigos me dijo que había aprendido a hablar en español y para demostrármelo elevó la voz y me dijo: «¡Jo, tío, eso mola! Pero es superdifícil, o sea. Que no te vacilo, ¿eh? Que no voy sobrado».
Ni en La Paz me he sentido boliviano; ni en México, mexicano; ni en Montevideo, uruguayo. Pero en ningún lugar de Hispanoamérica me he sentido extranjero. Ni tan siquiera en Antinomia, una ciudad próxima a Escalante, en la frontera de Arizona con Utah, por donde sor María Jesús de Ágreda practicaba su arte de la bilocación.
¿Te puedes sentir extranjero en Montevideo, donde las señales de Stop dicen lo que hay que decir, PARE, y no Stop? ¿Y en el Galeón de Roberto Cataldo, una memorable librería de viejo en la que encontré un ejemplar de De los nombres de Cristo, de Fray Luis de León con una dedicatoria manuscrita de Federico García Lorca y una primera tentativa del soneto Yo sé que mi perfil será tranquilo?
¿Cómo sentirse extranjero en la Ciudad de México, donde vive mi amigo Luis Moctezuma, nieto de navarros? ¿Cómo sentirse extranjero en las librerías de viejo de la calle Donceles, donde uno se encuentra con todo el exilio republicano español? ¿Cómo sentirse extranjero mientras te cuentan en una pulquería la historia del anarquista Mariano Sánchez Añón, nacido en 1909 en Mas de las Matas, Teruel, cuya compañera se llamaba Armonía del Vivir Pensando? ¿Puede un navarro sentirse forastero en la ciudad de Huamantla -Tlaxcala-, donde celebran anualmente La Pamplonada, unos encierros a imitación de los de Pamplona? ¿Cómo sentirse ajeno a lo que te rodea cuando visitas en Puebla la magnífica biblioteca de Juan de Palafox y Mendoza, beato, obispo y Virrey de Nueva España y -también- navarro, cuyos restos mortales se encuentran en El Burgo de Osma?
¿Cómo sentirse extranjero en Lima cuando cruzas «el viejo puente del río en la Alameda”? ¿Cómo sentirse extranjero entre los descendientes de los indios mapuches que tan denodadamente lucharon a las órdenes del Virrey Joaquín de la Pezuela manteniéndose fieles a Fernando VII? ¿Cómo no conmoverse siguiendo los avatares de esa larga guerra civil que dio lugar a la independencia de las repúblicas americanas? ¿Cómo explicar una guerra que duró más de quince años, en una extensión tan enorme y tan alejada de una metrópolis dividida y desorganizada? ¿Cómo sentirse extranjero cuando en el Museo Pedro de Osma, de Lima, se contempla el enorme cuadro que representa la boda de dos importantes princesas incas con Martín de Loyola (sobrino nieto de San Ignacio) y Juan de Borja (pariente cercano de San Francisco de Borja)?
Dejo en el tintero a mis amigos de Venezuela, Chile, Ecuador, Honduras… A Costa Rica y su «¡Pura vida!» y su verbo «tontolear» con el que se refieren a los singulares quehaceres de los enamorados, a mi entrañable Cúcuta, por donde discurre el río Pamplonica, a Barichara a Manizales, donde se mantiene en pie el Hotel El Escorial...
Me cuesta pasar de largo de la cordialidad de la República Dominicana y de las ruinas del convento de San Francisco, el primero que se fundó en América. Aquí residió Tirso de Molina y aquí conoció la vida y milagros del erotómano don Luis Colón, tercer Almirante de las Indias y nieto del Descubridor, que presenta no pocas similitudes con la de don Juan Tenorio.
Si los amigos son aquellas partes del alma que tenemos repartidas por el mundo, les aseguro que merece la pena repartir los trozos de nuestra alma por Hispanoamérica, en primer lugar, para conocernos mejor a nosotros mismos como españoles. Este es un deber urgente y gozoso.
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