Se ha instalado el otoño. Lo ves en la desesperación de los barrenderos -en Ocata, todos negros-, incapaces de amontonar las hojas secas porque el capricho del viento anda jugando con ellas; en ese relente de las mañanas, que te obliga a salir de casa sin saber muy bien qué ponerte; en que el café con leche que ya apetece un poco más caliente... y en la imperativa presencia de las castañas. Las peores castañas que he probado en la vida me las vendió una gitana en la Calle Sierpes de Sevilla. Eran tan rematadamente malos que volví a protestarle, pero la mujer, muy decidida me lanzó un argumento definitivo en defensa de su honorabilidad: «¡Pero quillo, que no has comprado castañas, has comprado el sitio!». Reculé pensando que la vida es como las castañas. Por una parte, tiende a oler mejor que lo que sabe y, por otra nos da lecciones de vida cuando ya no tenemos la posibilidad de aplicarlas. Estos frutos de invierno son melancólicos. Tanto, que solo nos entregan todo su sabor cuando se saborean en familia alrededor del fuego del hogar, sintiendo que afuera, allá donde está el mundo, hace un frío que pela. Pero si nos ponemos a contar, pasa el tiempo y nos sobran dedos.
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