En En busca del tiempo en que vivimos sostuve que el problema de la identidad personal era irresoluble en los laboratorios, pero se disolvía de manera natural en el mundo de la vida como un terrón de azúcar en el agua. Por las razones que sean mis argumentos han merecido la atención de algunas personas y una de ellas me invita a dar una charla sobre ellos. He aceptado gustosamente. Mi aceptación ha tenido como causa inmediata una experiencia muy concreta del mundo de la vida. Uno de mis nietos tenía un problema que le preocupaba mucho y yo, como abuelo, intentaba calmarlo, pero lo que me hubiese gustado de verdad es que me transfiriera su dolor, cosa imposible, claro está, porque el dolor es intransferible. El placer también, pero a nadie queremos transferir nuestro placer, en cambio nuestro dolor... quisiéramos librarnos de él como de una carga de la que podemos prescindir, y no hay manera. No sé si hay algo más nuestro que nuestro dolor y, por eso mismo, más incomunicable. En resumen: la identidad duele.
La identidad de mi dolor es también el limite de todo proyecto de igualdad. No puedo socializar ni mi dolor de muelas ni mi mala conciencia.
¿Y la identidad colectiva?
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