Josep Ramoneda ha vuelto a regalarnos otro sermón en El País. No entiendo qué ven algunos de mis amigos en este telepredicador de la progresía hispana, pero eso quizás sea culpa de mi obcecamiento proamericano.
Ramoneda, lo reconozco, proporciona abundantes argumentos para la indignación moral, que no es poca cosa en estos tiempos en que los principios parecen ir de rebajas, pero este recurso, por sí mismo ya constituye para mí un motivo de suspicacia. A mis amigos, sin embargo, los llena de seguridad: Gracias a la indignación que les proporcionan discursos de este tipo saben que no se encuentran en el lado oscuro de la fuerza.
El lado oscuro de la fuerza es para Ramoneda el capitalismo y, más en concreto, el capitalismo de los Estados Unidos, de donde manan todos nuestros males. Pero para que el argumento pueda tener los efectos emotivos que sin duda produce, nos invita a comulgar con dos ruedas de molino. La primera, es la de confundir “capital” con “capitalismo”. La diferencia entre ambos conceptos, por cierto, no es mía, sino del socialista británico E.P. Thomson. El hecho de que el capital obedezca a la exclusiva lógica del beneficio, no evita que en el capitalismo puedan crecer todo tipo de manifestaciones anticapitalistas. La segunda rueda de molino consiste en señalar con precisión a los malvados: “las élites capitalistas”, que han llevado “los valores del capitalismo a unos límites en que es casi imposible que sean aceptados”.
¿Que es imposible que sean aceptados por quién?
¿Por unas élites intelectuales anticapitalistas, subvencionadas por el capitalismo, que son más listas que las élites económicas capitalistas? Si es así, la conciencia crítica emancipadora sigue estando de nuestra parte. ¿Por el pueblo? Entonces el sujeto emancipador sigue vivo en el seno del capitalismo. ¿Por el propio capitalismo? ¡No, evidentemente, esto sería inconcebible, puesto que haría trizas el argumento de Ramoneda! Pero él no se extiende en esta minucia. Lo que le importa es dejar bien claro que las élites capitalistas no han pretendido otra cosa que exacerbar “un proceso de individualización” que viene de lejos y que finalmente ha quebrado el proceso contrario de solidaridad social.
Por lo visto, este proceso de individualización fue intentado controlar por “la revolución conservadora promovida desde la administración Bush”, pero en realidad “la explosiva mezcla de simplismo liberal en lo económico y rigidez conservadora en lo moral y cultural sólo sirvió para acelerar el estallido”. ¡Todo iría mejor si los norteamericanos no fueran tan simples!
Ramoneda podría haber añadido a su argumento detalles sin importancia, como que durante la administración Bush el porcentaje del PIB dedicado a la educación en los Estados Unidos ha alcanzado la nada despreciable cifra del 7,1% (España: 4,6%; Francia: 6%; Alemania: 5,1; Italia: 4,7%....), o que ningún otro presidente de la historia de los Estados Unidos se ha comprometido más con el desarrollo de África, pero ya se sabe que nunca hay que permitir que hechos sin relevancia se interpongan en el desarrollo armónico de un argumento. A pesar de todo, no deja de ser notable que Ramoneda le reconozca a Bush un intento (aunque poco inteligente) de combatir el individualismo. Sería interesante tirar de este hilo, Ramoneda, sin embargo, se olvida inmediatamente del mismo para poder hacer de Bush el megaresponsable de los males del presente: de ese “mundo sin futuro" en el que nos encontramos, en el que "impera el principio del rendimiento rápido. No hay proyecto, sólo resultado”.
Repito estas últimas palabras: “impera el principio del rendimiento rápido. No hay proyecto, sólo resultado”. ¿No parecen perfectamente válidas para describir los años de crecimiento esplendoroso de nuestra economía gracias a la fiebre del ladrillo?
Ramoneda señala otras dos características del triunfo “del proceso de individualización”, que, en vista de nuestro reciente pasado ladrillero, no hace falta comentar: (1) la disposición “a sacar todo el jugo posible de un negocio en el menor tiempo aun a riesgo de agotarlo para siempre” y “el consumismo en que la pulsión por comprar no se detiene nunca”.
El principal pecado de Bush es haber fomentado la pérdida de “la idea de límite”, que, por lo visto, “ha desaparecido del horizonte.” Hay aquí, por cierto, un oxímoron notable, ya que horizonte, que etimológicamente proviene del "horos" griego, significa precisamente "límite". Ramoneda quiere decirnos que no es él quien ha perdido la conciencia de límite, sino los malos que promovieron “la revolución conservadora americana, en sus dos fases: la reaganiana y la bushiana”, que “han configurado una cultura en que las sociedades no existen, sólo existen los individuos (fase thatcheriana-reaganiana) y las libertades y los derechos son sustituidos por las creencias, por los mitos nacionales y por la seguridad convertida en supremo horizonte ideológico.”
Si interpreto bien a Ramoneda, cosa de la que no estoy completamente seguro, lo que nos está queriendo decir, es que para solidaridad, la que garantiza la socialdemocracia, porque la solidaridad conservadora, sería de mentirijillas. Sólo ofrecería creencias religiosas y patrióticas, además de eso tan peligroso que es “seguridad”. Hay, por lo visto, otra solidaridad racionalista o al menos ilustrada que Ramoneda parece anunciar, aunque, como nos asegura que "los grandes relatos" ya han perdido credibilidad., no sabemos muy bien en qué consiste. Claro que, como ya he dicho, a Ramoneda sólo le interesa señalar el "gran relato" del mal. Nos conduce así a un terreno en el que nos escamotea la crisis de la socialdemocracia europea. Parece sugerir que la socialdemocracia europea no ha sido capaz de resistir el proceso de individualización, pero nos oculta las razones de esta incapacidad. No sé si le parecerá bien que se las preguntemos a Blair o a los socialdemócratas suecos.
Volvamos a los límites ya que en su pérdida se encuentra la madre del cordero: “La esencia de la cultura de la crisis es la desaparición de la idea de límites (…) Bajo el mandato de George Bush la Administración norteamericana dio carta de naturaleza legal a la tortura. Es decir, transmitió al mundo la idea de que todo estaba permitido. Si un gobierno puede someter a un enemigo a la más terrible de las pruebas físicas y morales, ¿cuáles son los límites de lo posible en la sociedad?. Ninguno. Hay vía libre para saltarse todas las barreras éticas y culturales. ¿Qué tiene de extraño en estas circunstancias, que los que viven la quimera insaciable del oro entiendan que todo está permitido y que no hay reglas ni principios ante la tentación del dinero?”
Creo que me voy a enmarcar este párrafo.
Vamos a dejar de lado la minucia del terrorismo islámico, tan respetuosa con los límites. Centrémonos en Guantánamo. Los Estados Unidos son grandes no por lo sucedido en Guantánamo, sino por el debate político y legal subsiguiente. Los Estados Unidos son grandes porque ha habido muchos ciudadanos que han considerado que Guantánamo era intolerable y han presentado batalla, política y legal, acudiendo para ello a los límites constitucionales norteamericanos. Los Estados Unidos son grandes porque saben que, ya que no hay manera de que un país se garantice gobernantes sabios, hay que garantizar constitucionalmente que no puedan durar más de ocho años. Los Estados Unidos son grandes porque a Ramoneda le duele más lo que ellos hacen que lo que hace Bin Laden. Son grandes, también, porque buena parte de las ideas con que los criticamos han nacido o se han fortalecido allí: el ecologismo, el feminsimo, el movimiento de liberación sexual, el movimiento gay, el pacifismo... y hasta los cristianos por el socialismo. Tanto es así que una de las ideas que expone Ramoneda para describir nuestro presente, la de la universalización del lenguaje del "management", nació en los Estados Unidos en los años 40 de la pluma de James Burnham, uno de los padres del neoconservadurismo (
The Managerial Revolution, 1941).
Pero la auténtica joya del sermón de Ramoneda es la que utiliza para blindar su argumentación: “Por supuesto hay cierto discurso naturalista que tratará de convencernos de que alcanzar la catástrofe es inevitable. Y que el mundo funciona por el sistema de ciclos de destrucción y construcción”.
Supongo que Ramoneda está convencido de que evitar la catástrofe está al alcance de nuestras manos, de que el azar, la casualidad, lo imprevisto, etc, puede ser sometido a control; de que la naturaleza, en último extremo, es planificable; de que con buenas políticas y buenas intenciones, podemos transformar los problemas humanos en problemas técnicos.
A mi, por el contrario, el olvido progresista de la naturaleza y su implícita laicización de la Divina Providencia me produce alergia, lo cual me obliga a ir bien provisto de antiestamínicos para protegerme de la nueva escolástica imperante.