Javier Gomá abría ayer el suplemento cultural del ABC con un extenso artículo de cuatro páginas titulado “La vulgaridad, un respeto”. Y yo, lo respeto, de verdad. Javier Gomá tiene todo mi cabreado respeto y, como, obviamente, esto no le quitará el sueño, me explayaré un poco poniéndolo de manifiesto.
El texto de Gomá me parece un hito muy notable en el ascenso de la “moral fashion” a los altares de la posmodernidad. Al final los intelectuales vuelven encontrar en el pueblo una causa que dignifica el reclinatorio: la del elogio de la vulgaridad. Así, tal cual.
Los grandes pensadores líquidos (Virilios, Baumans y demás) ya nos venían predicando que las fronteras eran cosas del pasado (¡y los de Kosovo, tercos ellos, sin enterarse!) porque todo es fluido y nada permanece.
Sí, ya sé que Heráclito los precedió a todos, pero fue coherente con su pensamiento: renunció a la política, escribió un libro que no entendía nadie, lo depositó en el templo de Artemis efesia y se retiró a sus melancólicas oscuridades intelectuales, a expresar con su silencio la coherencia de su pensamiento y su obra. Un heraclitiano no puede reírse sin refutarse. A diferencia de Heráclito, los heraclitianos posmodernos no dejan de vocear el “todo fluye” con una enorme sonrisa de oreja a oreja.
El axioma de Gomá es que todo lo democrático es noble.
Por lo tanto, si la cultura democrática ha ido eliminando las fronteras entre lo culto y lo popular y, por extensión las jerarquías sociales y estéticas, esta eliminación es noble.
Si la cultura democrática ha impuesto la democratización del gusto y la vulgaridad se ha convertido en norma de comportamiento, la vulgaridad es noble.
¡Un respeto, oigan, para la vulgaridad, que es democrática! ¡No vayan ustedes a faltarle el respeto a la democracia criticando la vulgaridad!
Gomá defiende una teoría de la democracia que haría partirse de risa al comediógrafo griego Aristófanes. La democracia, dice, resalta lo que une a los hombres y en lo común a todos encuentra el estatus ontológico de lo humano. Esto tan bonito ya lo estudió Platón en la República y encontró que ciertamente, hay algo común a todos los hombres: un cierto sentimiento de la justicia. Tanto es así que incluso puede encontrarse en una banda de ladrones. Hasta una banda criminal necesita realizar alguna idea de la justicia para mantenerse unida. El problema reside, dice Platón, en que una ciudad que se estime a sí misma debe aspirar a tener una moralidad muy superior a la de una banda de ladrones. Y, por lo tanto, necesita algo más que una moralidad natural. Necesita leyes propias.
Siguiendo el argumento de Gomá, la defensa de la jerarquía, es antidemocrática, por elitista. Yo me creo la sinceridad de sus palabras. ¿Por qué habría de ponerlas en duda? Y estoy convencido de que cuando tiene que ir a un dentista busca lo común a todos ellos, el título, y con eso tiene suficiente. Y lo mismo hace cuando tiene que ir a un cardiólogo o buscar un electricista o una escuela para sus hijos. No me imagino a Gomá preocupado por las referencias, que siempre marcan diferencias entre los mejores y los peores. Con las páginas amarillas, tiene bastante, seguro.
Me cuesta más imaginarme sus argumentos a la hora de votar. Yo sé que votaré a los que me parecen mejores, porque me gusta pensar que es bueno que gobiernen los mejores (los mejores entre los disponibles, claro está). Pero no me imagino cómo puede ser la jornada de reflexión de un vulgarista.
La democracia, según Gomá, ha hecho de los rangos de estatus algo accidental que remite al ámbito de lo privado. O sea, que el buen dentista, el dentista excelente, que lo sea en privado. Y, por supuesto, el artista. Las particularidades debemos dejárselas a cada uno junto a sus vicios solitarios.
Prometeo, continúa Gomá, se ha desencadenado y ha liberado la fuerza de su vulgaridad sin límites. Ya no hay lugar para el cultivo de la excelencia. Lo que debemos hacer es apoyar sin reservas la rebeldía de lo trivial. En esto, precisamente, consistiría el “humanismo democrático”, en el anhelo de las delicias de la vulgaridad.
En tiempos menos beatos que los nuestros Javier Gomá sería tratado de demagogo. Pero hoy todos somos beatamente demócratas.
Desde mi humilde punto de vista, la dignidad de la democracia reside, precisamente, en lo opuesto a lo que defiende Gomá: En que valora la diferencia y por eso nos permite ser diferentes y, sobre todo, interrogarnos autónomamente sobre el sentido de nuestra vida. La democracia que defiende Gomá nada tiene que ver con la mía. Tiene que ver tan poco como la democracia popular con la democracia liberal.