Como de bien nacidos es ser agradecidos, tengo que hablar hoy, sin falta, de la bruja Marcel·la. Ya pensaba hacerlo, ya, pero lo he ido posponiendo por esto y por lo otro. El motivo inmediato es que ayer me preguntaron, “¿Oye, de aquello de tus pies, qué?”. Yo ya ni me acordaba. “¡Si hombre, si no podías ni andar!”. “Fue la bruja Marcel·la, que me dijo ‘¡Levántate y anda!’”. Y claro está, tuve que explicar la historia que ahora os explico a vosotros.
El dolor comenzó un verano, en Dinamarca. Era un dolor tan intenso que a veces no podía ni andar. Los especialistas me dijeron que, para comenzar, plantillas, y que no debía ir descartando un deterioro del ligamento plantar. Añadieron lo peor: tenía que perder peso drásticamente.
Ni las circunstancias ni las perspectivas eran para dar saltos de alegría. Al verme decaído, unos amigos de Premiá, Celia y Joan me aconsejaron acudir a la bruja Marcel·la. Evidentemente desprecié su consejo. Se supone que los que nos dedicamos a esto de la filosofía alguna deuda tenemos con el racionalismo.
Pero al día siguiente la bruja Marcel·la me llamo por teléfono. Celia me había traicionado vilmente. Y yo, que soy más apocado que educado, la escuche en silencio.
“Mira –me dijo- no te voy a dar ninguna medicina, no tendrás que tomar nada. Ni tan siquiera te tocaré. Me limitaré a ponerte las manos por encima, a un palmo más o menos de los pies y te diré si puedo ayudarte o no. Ah, y no te cobraré ni un céntimo. Yo no cobro nunca”.
Y fui. Eso sí, sólo. Nadie tenía que ser testigo de mi defección.
La bruja Marcel·la vivía en un tercer piso de un edificio bastante céntrico de Premiá. Esperaba encontrarme, no sé, con una parafernalia de excentricidades, pero me abrió la puerta una chica de unos diecinueve años ante la que me sentí absolutamente indefenso.
Me hizo pasar al cuarto de estar, donde estaba su novio viendo la tele. El muchacho aprovechó la presentación para ponerme al corriente.
“Lo que tiene es un poder. Lo ha recibido del cielo, como una gracia. Puede comunicarse con las fuerzas cósmicas y curar muchas cosas que los médicos no entienden. Pero sólo emplea esta gracia para el bien y de gratis, porque no es como una carrera que haya tenido que sacarse hincando los codos, sino un don”.
Mientras el muchacho hablaba la bruja Marcel.la apagó la tele y me pidió que me sentara en el sofá, que me descalzara (¡Ay, Wolfowitz!) y que pusiera los talones sobre un taburete de fornica*. A continuación puso las manos sobre mis pies, sin tocarlos. No habían pasado ni diez segundos cuando me dijo: “Esto tiene cura, te lo digo yo. Serán tres sesiones, tres días seguidos, de diez minutos cada una. El primero te pondré las manos y tú sólo notarás un alivio ligero y pasajero, en cuanto salgas de aquí te volverá el dolor. El segundo día mientras te ponga las manos notarás mucho calor en los pies y durante el resto del día apenas sentirás unas leves molestias. El tercer día el calor será mucho más intenso, pero cuando acabe, ya estarás curado, el dolor se te habrá ido para siempre.”
Y así fue. Y aquí estoy, dando testimonio “urbi et orbi” de mi bienestar fisiológico y de mi perplejidad ideológica.
Nunca he vuelto a ver a la bruja Marcel·la. Y de esto hace al menos quince años. Ella me llamó por teléfono a la semana de concluir las sesiones interesándose por mi estado. Le dije la verdad: estaba perfectamente. Tanto es así que no me he vuelto a poner las plantillas.
Tengo una deuda pendiente con esta mujer. La próxima vez que vea a Celia y a Joan les preguntaré por su paradero. Como mínimo se merece un buen ramo de flores.
* La Cel·lia me corrige desde Japón: "Formica" (marca registrada: material muy resistente revestido por una de sus caras con una resina artificial, decorativa y brillante), no "fornica". ¿En qué estaría pensando yo? ¡Tengo que consultar con Sor Kasandra!