Vistas como van las cosas, a mi me parece que la ola de sobreexposición de la intimidad que nos invade va de la mano del triunfo de zappismo como actividad lúdica hegemónica en nuestros días.
Dicho sea de paso, sospecho que la última frontera del machismo declinante es la posesión del mando a distancia. ¡Si nos vieran nuestros abuelos cromagnones! En la pugna por el mando distancia se está jugando en cada hogar, frente a la tele familiar, el destino histórico de una forma ancestral de ser hombre. Nadie parece excesivamente preocupado por su derrota. Nadie, tampoco, parece dispuesto a derramar ni tan siquiera una mísera lágrima de cocodrilo por su inexorable extinción. Ni un proteccionista parece dispuestos a encadenarse, colgarse, pintarse o al menos manifestarse reclamando su supervivencia, aunque sólo sea museística. Hoy por hoy es políticamente mucho más correcto descender del mono que del macho. Sobran los que no tienen reparos en proclamarse herederos del mono, mientras que no hay un Sabater Pi que polemice por la herencia del macho (que era nuestro abuelo, y nuestro padre, y merodea como un pordiosero por los basureros de nuestra alma).
Una tarde de agosto de los primeros años sesenta llegó a la plaza de mi pueblo un brillante coche conducido por una mujer. A las claras se veía que se había perdido. Inmediatamente la rodearon los viejos que andaban por ahí para aclararle la manera de salir del laberinto de carreteras en el que se había perdido. Ortega tiene escrito por algún sitio que así como en otros países se sale de casa a pasear, en el nuestro más de uno lo hace con la secreta intención de encontrar algún forastero al que poder orientar. Cuando la mujer se fue, uno de los viejos exclamó: “¡Hay que joderse, ahora hasta conducen! ¡Con el tiempo hasta fumarán!”.
Pero estaba hablando del zappismo como manifestación del tipo de curiosidad que nos describe como actuales. El dedo zappeador se mueve a su antojo por entre el miasma televisivo hasta que tropieza (o, con más frecuencia, se encuentra ya caído) en la trampa, siempre provisional, de un reclamo. No creo que nadie se atreva a poner en cuestión el apabullante triunfo de los programas a los que, visto el corrosivo ardor que se derrama en ellos, más convendría bautizarlos con el nombre de vísceras menos nobles que la del corazón (estoy pensando en “programas del hígado”, “del riñón”, “de la molleja” o “del intestino”, “chinchurria” o “zarajo”…). Si contabilizamos la de veces que el morbo zappeador se enreda en ellos, no sería exagerado decir que la curiosidad postmoderna, en tanto que curiosidad zappeadora, se siente más reclamada por estos programas que por cualquiera otros. Pero resulta que la del zappismo es una conducta de la que no nos gusta enorgullecernos. Más bien resulta obligado lamentarse en las reuniones sociales del ínfimo nivel de las programaciones televisivas. Esta es una más de las jeremiadas de nuestro tiempo, posiblemente el más jeremiístico y beato de la historia. Si viviera entre nosotros, Jeremías sería presidente de varias ONG subvencionadas con dinero público. A pesar de todo, y digamos lo que digamos en voz alta, todos sabemos que somos los teleespectadores quienes, de hecho, programamos y contraprogramamos las televisiones, porque tenemos cogidas a las empresas audiovisuales por donde más les duele, por su cuenta de resultados.
Los programas "del corazón" expresan como farsa un síntoma propio de nuestro tiempo: la sopreexposición voluntariamente impúdica de la intimidad. Todo el mundo parece dispuesto a ventear sus vergüenzas ante una cámara.
La sobreexposición de la intimidad ha llegado a tales extremos que la piel se ha convertido en un adorno. Ha perdido toda capacidad para ruborizar o ruboriarse. La desnudez es ya una trivialidad. Los jóvenes lo saben perfectamente, por eso, una vez que han conquistado su derecho a vivir con el culo al aire, se lo cubren con tatuajes a toda prisa, para pasar a mostrar sus fisuras, sus hendiduras, sus heridas. Nos hemos quitado la ropa y hemos descubierto atónitos que debajo todos los humanos vamos siempre desnudos. Nuestra singularidad sólo es descrita por nuestra desnudez en el caso de que la naturaleza haya querido dotarnos de atributos dignos de ser sobreexpuestos previo pago. En caso contrario, es decir en el caso estadísticamente trivial, una vez quitada toda la ropa, ha sido necesario marcar culturalmente en nuestra piel alguna diferencia. La diferencia ya no es sexual, puesto que parece haber ya tantos sexos como personas, sino estética. Con frecuencia pienso que esta procesión de exiliados de todo tipo de armarios que nos confiesa abiertamente sus preferencias eróticas, dando por supuesto que estamos interesados por ellas, es una las formas más triviales de la sobreexposición de la intimidad.
En los desfiles de alta costura, los modistos punteros, tras años de ir reduciendo a las señoras a una etérea presencia deconstruida de la femineidad, comienzan a considerar de buen tono cubrir su liviandad reconstruyéndola con graffiti. Llegará el día en que un modisto tendrá que elegir su especialidad: tatuaje, óleo, tinta, piercing…
Ya no nos interesan nuestras mutuas desnudeces, sino lo que podamos inscribir en ellas. Quizás llegue el día en que podamos modificar nuestra piel con un mando a distancia y entonces, felizmente, nos convirtamos en zappeadores de nosotros mismos.
- El bien último del zapping es ver lo que queramos ver mientras nos aburrimos. Cabría saber que esperamos encontrar, en el secreto recoveco de esa intimidad: mente.
ResponderEliminar- El bien último del tatuaje es identificar a través de la piel y de la intimidad más recóndita la, (comillas, claro) personalidad del tatuado. El problema estriba en que escoge de un álbum de imágenes aquella que más le gusta y se la tatúa en la base del pene o en el publis angelical. Esta selección le hace único.
- La verdad es que se conforman con bien poco. Porque elevar la zafiedad al nivel de sublime es entrar de lleno en espacio temporal de la gloria de Warhol: "todo el mundo quiere tener un minuto de gloria". Eso es mejor que cualquier zapping.
- ¿Porque no decir la verdad?
Quiero añadir algo: me parece espléndidac la exposición.
ResponderEliminarno hables de aquello, no te hagas cargo de esa faràndula simple y a ratos descalificadora... sòlo sirve para poner la mente blanco cuando es necesario... pero no comprenden que no nos cortamos el pelo todos los dias!!!
ResponderEliminarla cuestión es aburrirse sin darse cuenta que te aburres. Ya no nos comunicamos como antes (inmersos en una sociedad llamada de la información), ni jugamos, ni nos relacionamos; y lo que es peor, tenemos pánico a pensar y darnos cuenta de nuestras frustraciones y derrotas personales: "mira que si me entero que estoy hipotecado de por vida y sigo siendo un sempiterno becario...". Claro que a ciertos mandatarios y gobiernos puede que les interese que la gente esté con su mando en la mano o sobre su panzón cervecero, antes que replantearse otras cosas y les provoquen algún ruido molesto que no quieran escuchar.
ResponderEliminarMe encanta este verbo: Zapearse.
ResponderEliminarY aunque todavia formo parte de la inmensa mayoria moralmente mala e intectualmente estupida o mas bien trastornada y po ello no llego a ser insociable,y aunque parezca raro, no tengo aparatejo televisivo, voy en camino de desconfusionarme.
¡Cachis! ¡Que no sé si me he explicado bien! Yo tiendo a desconfiar de las teorías conspirativas de la historia y me parece que está más de acuerdo con los hechos la hipótesis exactamente contraria, que podemos formular de esta manera: en los países democráticos es el ciudadano medio quien impone su dictadura a los media, a los gobiernos, a los macburger, a la moda, al turismo, y hasta a la lógica. Claro que, entonces... ahora que lo pienso bien... sí que creo en las teorías conspirativas: Creo en la conspiración inocente del ciudadano medio.
ResponderEliminarEl zapeador Luri me pone de los nervios quando zapea en mi presencia para huir de su laberinto.
ResponderEliminarLa presencia, siempre intempestiva, de la Maga en mi casa -cuando el viento del norte la arrastra hasta el Mediterráneo en un voleo- me pone tan de los nervios que tengo que sujetarme a lo que encuentro para no acabar arrastrado yo también a vete a saber dónde.
ResponderEliminarHere are some links that I believe will be interested
ResponderEliminarI like it! Good job. Go on.
ResponderEliminar»