Conocí a M* en la universidad, donde cultivaba un cierto aire a lo Audrey Hepburn y disfrutaba mostrándose inaccesible. Conmigo comenzó a intimar el día que le fui pasando, una por una, las páginas que iba escribiendo en un examen de filosofía de la naturaleza.
Al acabar la universidad se fue a Londres y no volví a saber nada de ella hasta veinte años después, cuando nos encontramos casualmente en la inauguración de una exposición sobre los escitas en Caixaforum. Fue ella la que me saludó y me costó reconocerla. Diré únicamente, para no ser cruel, que Autrey Hepburn había quedado muy, muy atrás. Estaba trabajando para una editorial y buscaba lectores. De esta manera volvimos a recuperar el contacto.
Varios meses después, mientras comíamos juntos, comenzamos a repasar lo que había sido de nuestras respectivas vidas, y me contó lo que sigue.
Cuando llegó a Londres se alojó en una habitación que le alquiló un londinense de mediana edad muy educado y discreto. Ella apenas sabía inglés, con lo cual su comunicación se reducía a un intercambio de “How-do-you-dós”. “How do you do?”, le decía él cuando se cruzaban por el pasillo. “How do you do?”, le contestaba ella antes de encerrarse en su habitación. Pero poco a poco lo que comenzó siendo un saludo formal fue adquiriendo matices y casi sin darse cuenta entraron en un juego en el que intercambiarse un “How do you do?” en el pasillo era mucho más que intercambiarse un saludo. Ella notaba como él se detenía y ya no se arrimaba tanto a la pared, para que no tuvieran otro remedio que tocarse cuando se cruzaban y ella cedía sabiendo que un día la tensión que estaban creando explotaría. Pero lo que no podía prever era de qué manera.
Un día al llegar a casa encontró la puerta del dormitorio de él abierta. Tenía que pasar frente a ella para dirigirse a su habitación. Se detuvo poco antes de llegar al umbral. En el interior podía ver el gran espejo de la puerta de un armario que reflejaba la cama en la que él estaba echado.
Se armó de valor y entró.
Lo encontró inconsciente. Inmediatamente se dio cuenta de que le había dado un ataque. Llamó a una ambulancia y lo acompañó al hospital. Al poco tiempo llegaron los padres de él, que la trataron con suma amabilidad, dando por supuesto que era su pareja y cuando un médico muy serio les permitió pasar a verlo, le rogaron que lo hiciera ella primero, que esperarían un poco.
Entró y lo encontró con los ojos cerrados. Se acercó y le cogió la mano. Él abrió los ojos y se le iluminó la mirada. Quiso decir algo, pero ella se le adelantó: “How do you do?”. Él estaba cubierto únicamente por una sábana y era evidente que, fuesen cuales fuesen sus males, no era insensible a su presencia. Ella le apretó la mano con fuerza. Mientras la evidencia de lo que estaba pasando la conmovía profundamente. Y él, sin más, se murió.
Así, sin más. Porque así pasan las cosas.