viernes, 8 de julio de 2022

Siestas

A mi edad, lo mejor del verano, con mucho, son las siestas. 

Tengo el sofá perfecto, un sofá-sarcófgo ("sarcófago" quiere decir, literalmente "que come carne") en el que encaja mi cuerpo como en los arrullos de la cuna (que son las voces, cada vez más alejadas, de la televisión). Nada más terminar de comer caigo preso de su llamada, tan convincente, con la promesa de las delicias del sueño. No hay rendición incondicional más dulce que la de la siesta, esa sacrosanta hora de olvido de uno mismo y del mundo, esa mística disolución del yo en la nada. Cuando emerjo al mundo cotidiano es como si volviera del Hades, expulsado por la mirada de Orfeo, que es algún ruido cotidiano. 

¡Bendita paz, la de la siesta! 

Sin embargo recuerdo bien que en mi infancia ninguna hora era más larga que la de la siesta en verano. Mi madre se empeñaba en que tenía que dormir, porque eso era lo que hacía la gente de bien, pero a mí no me importaba la gente de bien, sino los planes que hacía con mis amigos. Mi cuerpo añoraba las aventuras que brinda el mundo rural cuando los adultos desaparecen, el pueblo es un cementerio con resurrección a media tarde, las sombras de los árboles son el paraíso y en los frutales brilla la tentación de la fruta más dulce, que es la de algún viejo cascarrabias. Y, además, el Ebro y su corriente inagotable de verdaderos sueños, que van al mar.

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