Volvía a casa por el camino del puerto, tras descender del tren en El Masnou. El calor era sofocante a pesar de una mísera brisilla que a veces se levantaba del mar. A medio camino he visto una niña de poco más de dos años haciendo una fenomenal rabieta en el suelo. Su madre, a unos veinte metros de ella, la llamaba animándola a que depusiera su actitud, pero la niña se negaba a caminar, quería que su madre volviera a por ella. Mi hija me hacía exactamente lo mismo. La madre le ha dicho que allí se quedaba y ha seguido caminando. Al pasar junto a la niña le he pedido que se levantara, cogiera mi mano y fuéramos con mamá. Me ha movido la más inocente espontaneidad y ella me ha hecho caso a la primera. Pero entonces la madre ha vuelto la cabeza y ha visto a su hija de la mano de un extraño y ha puesto una cara de evidente malestar. Al llegar a su lado, la niña ha corrido a abrazarla. La madre ni me ha mirado. Creo que ha callado por no gritarme. He intentado decirle que mi hija me hacía lo mismo, pero ella aparentaba ignorarme. He seguido mi camino sin volver la mirada, sin saber si había hecho bien. Pero puedo decir en mi defensa que a mis hijos, cuando eran pequeños, les decía que si alguna vez se perdían, preguntasen a los extraños que, sin duda, estarían deseosos de ayudarles.
Otra cosa. Me preguntan los periodistas, cansinos, por los deberes de verano y les respondo con palabras de Daniel Willingham: Todos los días, seas niño o adulto, deberías hacer algo por tu mente, algo por tu cuerpo y algo por tu familia.
Imagino que la madre habrá aprendido hoy algo también. No es fácil acertar en nada y menos cuando de los hijos se trata. Gracias siempre por hacernos partícipes de estas reflexiones. Un saludo
ResponderEliminarVaya señora más antipática. Un beso
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