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domingo, 5 de marzo de 2017

Viaje a Valencia

Llegué a Valencia el viernes a las nueve menos cuarto de la noche. El viaje me dio justo para Turandot. Hacía frío y llovía esa lluvia insidiosa que parece que no es nada y te acaba calando hasta los huesos. El taxista que me llevó al hotel era paquistaní, punjabi, y me contó que ser paquistaní era estar trabajando las 24 horas, cosa que era muy difícil de hacer en esta ciudad, donde la gente es tan amable y tan amiga de pasárselo bien. "¿Te quieres creer que a las tres de la mañana pueden estar en la calle y no te dejan ir a dormir? ¿Un rato más?, te piden, aunque tengas que levantarte a las seis de la mañana. En Valencia no hay manera de ser paquistaní. Pienso que mis nietos ya serán más valencianos que paquistaníes".

Dejé las cosas en el hotel y salí a cenar algo, con tan mala fortuna que un coche que pasaba a toda velocidad a mi lado me echó encima todo el agua acumulada en un charco de la calle. Empapado, sin paraguas, con frío, me metí en el primer lugar que encontré, que no pasará a la historia de la gastronomía. 

En la mañana del sábado di una charla a los titulares de las escuelas católicas de la comunidad valenciana. Unos días antes me habían dado en Madrid un premio por defender la escuela pública y ahora, en Valencia, iba a defender la libertad de elección de centro de los padres. Estoy, efectivamente, a favor de la escuela pública, pero aún más de la libertad de elección. Cuando oigo decir que la escuela pública es la de todos, no puedo menos de pensar que un universal como éste se niega con un simple particular contrario. Y en España hay muchos particulares que están en su perfecto derecho a ser contrarios. Por otra parte, si vamos -como vamos- a un modelo de escuelas diversificadas y progresivamente más autónomas, esta autonomía debe ser correspondida con una efectiva libertad de elección de centro por parte de las familias. Mi pretensión no es que la escuela pública sea la de todos, sino que sea muy buena; la mejor, si es posible.

Tomando un café en un bar cercano al lugar de la conferencia, me entero de que en la madrugada del 28 de febrero murió, a los 103 años, Alejandra Soler, una mujer con la que hablé por teléfono tres veces, pero que me impresionó profundamente. 

Alejandra fue una de las primeras universitarias de Valencia y una de sus primeras deportistas. Formó parte de la FUE. Se afilió al PCE. Estuvo exiliada en la URSS, donde fue maestra de los niños españoles y titular de la cátedra de Lenguas Romances de la Escuela Superior de Diplomacia de Moscú. Conocí no hace mucho a una mujer que había sido alumna suya durante el sitio de Stalingrado. 

Me puse en contacto con ella porque había conocido a Caridad Mercader y a su círculo de amigas en Barcelona. Tenía una memoria extraordinaria, pero era selectiva a la hora de hablar. Se notaba que había ciertas cosas que prefería guardarse, por ejemplo las relativas al funcionamiento de los hornos del Hotel Colón. No tenía inconveniente en hablarme de la belleza e inteligencia de África de las Heras o de Carmen Brufau, añadiendo que ambas "eran muy liberales en los amores", pero cuando intentaba llevarla de las generalizaciones a las acciones concretas, se retenía. Me explicó, sin embargo, algunas cosas que fueron decisivas para orientar mi investigación y, sobre todo, me puso en contacto con más personas. Pero ella lo que quería resaltar es que seguía siendo de izquierdas y que no se perdía una manifestación, aunque, como ya era muy mayor, tenía que seguirlas en taxi.

Alejandra tiene escritas sus memorias en un libro cuyo título ya lo dice todo: La vida es un río caudaloso con peligrosos rápidos. Al final de todo... sigo comunista.

A la vuelta, tocaba Madame Butterfly.

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