I
Voy en autobús. Nadie mira por la ventanilla. Nadie mira al de enfrente. Nadie alza la cabeza sino para constatar lo que aún falta para llegar a su destino. Nadie comparte nada. Las manos, ocupadas en los teléfonos móviles, no tienen nada que compartir. Mucho mejor que el asiento disponga de un conector USB que de una inmensa ventana para asomarnos al paisaje.
II
Recuerdos remotos, pero no borrosos, sino frecuentísimos y nítidos, de mi infancia en los campos de labranza. Comienzo por la jota del labrador, que parecía ir guiando con ella el arado. Ya no se canta. Ya no se ara. Ya no se mira al cielo como quien mira al tirano de quien depende el pan de cada día. El papel del cigarro, que había que liar parsimoniosamente y la bota en el ribazo, a la fresca. Si pasaba algún conocido por el linde, se lo llamaba, invitándolo a un pitillo y un trago. Y alzando los riñones ante la tarea ya hecha y la por hacer se hablaba. Se hablaba de todas esa nimiedades que hoy ya no tenemos para contar. Pero en esas nimiedades que acompañaban al liado del cigarrillo o al chorro de vino que salía alegre de la bota se encontraba el secreto de un mundo. Y no lo sabíamos. Se necesita tener algo entre manos que sea imprescindible compartir para disfrutarlo: el cigarrillo, la bota para pasar unos minutos hablando de nada y, sin embargo, dándole sentido a todo.
III
Voy dándole vueltas a la idea de Ortega de que la vida solo es comprensible como un inmenso fenómeno deportivo. Eso es todo. Y no es poca cosa.
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