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sábado, 25 de mayo de 2024

La crisis de la transmisión

La transmisión está en crisis porque, empeñados en correr tras el viento del futuro, el pasado es una rémora. Quien lo dude, que se pase por las facultades de educación y comprobará que la figura del maestro transmisor ha quedado obsoleta. Hoy el maestro ha de limitarse a acompañar, porque enseñar algo a un niño es violentarlo. La mera explicación embrutecería a quien la recibe porque subordina una inteligencia a otra. Si no me creen, lean a Rancière. Nadie quiere ser heredero pudiendo ser pionero. Por eso, lo que predomina en las ciencias humanas es la flacidez intelectual del constructivismo y el historicismo. 

El historicismo es la ideología que defiende que si escribimos después de Cervantes, entonces escribimos mejor que él. La manera de refutarlo es encontrarnos a nosotros mismos en los textos de Platón, de Esquilo, de Calderón… Pero los clásicos - no precisamente por su culpa- se han vuelto difíciles y, como dice Homer Simpson, si algo es difícil no vale la pena estudiarlo.

El constructivismo es la versión epistemológica de la preferencia del historicismo por el proceso frente al producto. Nos dice que todas las cosas humanas están socialmente construidas y, por lo tanto, que todo será de otra manera. Solo hay una excepción: el constructivismo mismo, que sería una verdad intemporal. Este es hoy el último reducto de la fe laica. 

Estamos tan imbuidos de novolatría que no se nos ocurre pensar que los grandes hombres del pasado hayan podido ver en nosotros verdades que el presente esconde. Para recuperar su visión hay que ser modernos, claro, pero no solo. Hay que remontar la corriente del historicismo y el constructivismo para ver las cosas humanas con los ojos de los antiguos. Bajo su perspectiva entendemos que  el diálogo suele acabar mal (por ejemplo, con la cicuta); que las ilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos son verdaderas en sus consecuencias; que cuando lo posible devora lo real, la realidad nos parece el residuo frustrante de una idea; que si la filosofía busca transformar la opinión en conocimiento, la sofística sabe que una metáfora puede tener más poder movilizador que un silogismo; que la política es la caverna, que es un mundo sin exterior (por ello es posible la autonomía); que para hacer ciencia nos subimos a los hombros de los gigantes que nos han precedido y conseguimos ver más lejos que ellos, pero para comprender las cosas humanas es mejor coger su mano y sentarse a dialogar con ellos (nadie se atrevería a subirse a los hombros de Sócrates); que las tensiones inevitables entre la vida pensada y la vida vivida son una invitación al cuidado autónomo de nosotros mismos; que no hay manera de algodonar el mundo (como pretenden el “Great Awokening” y el llamado “emotional turn”) para evitar que  nos hagamos daño al caer (la realidad duele); que no es sensato vaciarse de ideas para dejar espacio libre a los sentimientos; que si hay una tensión entre la razón (Atenas) y la fe (Jerusalén) es porque la razón se esfuerza en ocultar la fe que la sostiene; que mientras la ciencia busca la fijación del ser, nosotros somos un flujo que no cabe en ninguna definición: pertenecemos al tiempo más que al espacio porque todo cuanto amamos ha sido ya tocado por la muerte; etc.

Los clásicos merecen este nombre porque al incidir en estas tensiones nos muestran las permanencias antropológicas y solo si hay permanencias tiene sentido la transmisión.

Como la novolatría se afirma a sí misma mediante la obsolescencia de todo nuestro mundo, vivimos en una sorprendente paradoja: certificamos cada día un nuevo progreso en cualquier campo del saber, pero su su suma no nos da para un Progreso con mayúscula. Más del 50% de los ciudadanos de los países occidentales está convencido de que a la humanidad no le quedan más de cien años de vida y, cuanto más jóvenes, más pesimistas. La ONU ha puesto nombre a nuestro estado de ánimo: "ecoansiedad". La filósofa Deborah Danowski y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro hablan en The End of the World del declive de la aventura antropológica y el filósofo francés Jean-Luc Nancy asegura que vivimos en «el tiempo que sabe que puede ser el fin de los tiempos». Destinados también a la obsolescencia, seríamos los últimos humanoides. 

¿Hay alternativa?

 “En el cénit de una orgía", cuenta Baudrillard en Cool memories, "un hombre susurró al oído de una mujer: ¿Qué vas a hacer después de la orgía?” La respuesta sensata y urgente no es “Pedir hora en el terapeuta”, sino “Leer a Platón”. Fahrenheit 451 es algo más que un escenario posible.  Hay orgías que poseen la triste magnificencia del palacio de un dictador.


Este artículo se publicó en 

El Cultural del diario ABC 

el sábado 25 de mayo.

3 comentarios:

  1. Nadie en su sano juicio leería a Platón con el fin psicoterapeútico de encontrarse a sí mismo, creo.
    Tampoco espero que la República de Platón, como ideal sociopolítico, deba de darnos una lección. Pues en su República, se consideraba normal la esclavitud, por ejemplo.

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    1. Me dejó lo más detestable de ese autor sobrevalorado que es Platón. Cuando nos dice que el Papá Estado debe seleccionar a los niños según su criterio, para asignarles su profesión y su destino.

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    2. No aconsejo , pero si advierto. Niños, leer a Platón una vez en la vida, al menos. Pero no se os ocurra tomarlo en serio, sino queréis acabar como una NaZionalSocialista.

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