Vuelvo a las viñas acompañado de mi nieto Bruno. Es más dado a la consola que al excursionismo, pero aún así nos hemos hecho 8 kilómetros. 8 kilómetros en los que no ha parado de hablar ni un segundo. En 2 horas hemos tratado de todo: de Cela y de la flor del acanto, de la vida de las hormigas, de cómo son las hormigas macho, de las partículas elementales, del origen del universo, de Einstein, de por qué la explosión de la bomba atómica crea esas formas, de Spielberg, de la música de Tiburón, de Lucas, de todos y cada uno de los capítulos de La guerra de las galaxias, de los tipos de zombis que existen, de la escena de la ducha de Psicosis y de mil cosas más que ahora me resulta imposible recordar. Vamos, todo un lujo.
Después, en casa, le ha comentado con aires de superioridad a su padre que hemos estado hablando de la materia y de su consistencia, pero que es algo tan extraño que si se lo contara, no se lo creería. Y no se lo ha contado.
Esta voracidad por descubrir el mundo tiene poco de científica, es una curiosdad que busca el entusiasmo de lo llamativo y extraño, de lo extraordinario y singular; que se regodea con lo diferente como las abejas en el polen de cada flor. Pero la voracidad está ahí, insaciable, espléndida, contagiosa. Es la voracidad de un nuevo inquilino del mundo de la vida.
Repetiremos.
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