Tratando el gran Gracián de la ostentación en El discreto, introduce un apólogo en forma de fábula que con gran placer aporto al caudal creciente de la zoosofía. En estos tiempos de turbulencias económicas puede, además, fomentar alguna útil analogía. El protagonista es el Pavo Real y el esplendor de sus plumajes.
Como la mirada que no es capaz de provocar la emulación fácilmente “se convierte en la poquedad de la envidia”, la Corneja comenzó a despotricar de lo que consideraba un exceso de ostentación del Pavo, y se fue de ave en ave “solicitándolas a todas, ya las Águilas en sus riscos, los Cisnes en sus estanques, los Gavilanes en sus alcándaras, los Gallos en sus muladares, sin olvidarse de los Búhos y las Lechuzas en sus lóbregos desvanes”. No le negaba hermosura al Pavo, pero le reprochaba su ostentación y ufanía. Así iba sembrando envidia, que al ser “pegajosa, siempre halla de qué asir” y, finalmente, consiguió reunir una embajada “de parte de toda la república ligera” integrada por el Cuervo, la Corneja y la Picaza, con otras de este porte.”
Los recibió el Pavo “en un espacioso patio, teatro augusto de su ostentosa bizarría”, donde escuchó el discurso de la embajada “de todo el alígero senado”:
“Sabe que están muy ofendidas todas las aves de esta tu insufrible hinchazón, que así llaman a esa gran balumba de plumas, y con mucho fundamento, porque es una odiosísima singularidad querer tú solo, entre todas las aves, desplegar esa vanísima rueda (…). Mándate, pues, e inapelablemente ordenan, que de hoy más no te singularices, y esto es mirar por tu mismo decoro, pues si tuvieras más cabeza y menos rueda, repararas en que, cuando más quieres placear la hermosura de tus plumas, entonces descubres la mayor de tus fealdades, que tales son tus extremos”, es decir, sus patas.
El Pavo se sorprendió de que las aves condenaran su ostentación sin apreciar su belleza. “¿Qué aprovecha ser una cosa relevante en sí, si no lo parece? (…) El mismo Hacedor de todo lo criado, lo primero a que atendió fue al alarde de todas las cosas, pues crió luego la luz, y con ella el lucimiento”.
(…)
“Y diciendo y haciendo, volvió a desplegar aquella su gran rodela”, lo cual enfureció a los embajadores, que arremetieron contra él, “el Cuervo a los ojos y las demás aves a las plumas”.
Organizaron un escándalo tan grande que pronto acudieron los animales a ver qué pasaba. El León tuvo que hacer uso de su autoridad y propuso que la Vulpeja, “por sabia y también por desapasionada” juzgara esta contienda política entre la realidad y la apariencia.
Tras analizar los diferentes perfiles del asunto, la Vulpeja consideró que “sería una imposible violencia concederle al Pavo la hermosura y negarle el alarde” y dictó la siguiente sentencia: “Que se le mande seriamente al Pavo y criminalmente se le ordene, que todas las veces que despliegue al viento la variedad de su bizarría, haya de recoger la vista a la fealdad de sus pies, de modo que el levantar plumajes y el bajar los ojos todo sea uno: Que yo aseguro que esto sólo baste a reformar su ostentación”.
Y así concluye Baltasar Gracián la fabulilla: “Aplaudieron todas el arbitrio, obedeció él y deshízose la junta, despachando una de las aves a suplicar al donosamente sabio Esopo se dignase de añadir a los antiguos este moderno y ejemplar suceso”.
Como la mirada que no es capaz de provocar la emulación fácilmente “se convierte en la poquedad de la envidia”, la Corneja comenzó a despotricar de lo que consideraba un exceso de ostentación del Pavo, y se fue de ave en ave “solicitándolas a todas, ya las Águilas en sus riscos, los Cisnes en sus estanques, los Gavilanes en sus alcándaras, los Gallos en sus muladares, sin olvidarse de los Búhos y las Lechuzas en sus lóbregos desvanes”. No le negaba hermosura al Pavo, pero le reprochaba su ostentación y ufanía. Así iba sembrando envidia, que al ser “pegajosa, siempre halla de qué asir” y, finalmente, consiguió reunir una embajada “de parte de toda la república ligera” integrada por el Cuervo, la Corneja y la Picaza, con otras de este porte.”
Los recibió el Pavo “en un espacioso patio, teatro augusto de su ostentosa bizarría”, donde escuchó el discurso de la embajada “de todo el alígero senado”:
“Sabe que están muy ofendidas todas las aves de esta tu insufrible hinchazón, que así llaman a esa gran balumba de plumas, y con mucho fundamento, porque es una odiosísima singularidad querer tú solo, entre todas las aves, desplegar esa vanísima rueda (…). Mándate, pues, e inapelablemente ordenan, que de hoy más no te singularices, y esto es mirar por tu mismo decoro, pues si tuvieras más cabeza y menos rueda, repararas en que, cuando más quieres placear la hermosura de tus plumas, entonces descubres la mayor de tus fealdades, que tales son tus extremos”, es decir, sus patas.
El Pavo se sorprendió de que las aves condenaran su ostentación sin apreciar su belleza. “¿Qué aprovecha ser una cosa relevante en sí, si no lo parece? (…) El mismo Hacedor de todo lo criado, lo primero a que atendió fue al alarde de todas las cosas, pues crió luego la luz, y con ella el lucimiento”.
(…)
“Y diciendo y haciendo, volvió a desplegar aquella su gran rodela”, lo cual enfureció a los embajadores, que arremetieron contra él, “el Cuervo a los ojos y las demás aves a las plumas”.
Organizaron un escándalo tan grande que pronto acudieron los animales a ver qué pasaba. El León tuvo que hacer uso de su autoridad y propuso que la Vulpeja, “por sabia y también por desapasionada” juzgara esta contienda política entre la realidad y la apariencia.
Tras analizar los diferentes perfiles del asunto, la Vulpeja consideró que “sería una imposible violencia concederle al Pavo la hermosura y negarle el alarde” y dictó la siguiente sentencia: “Que se le mande seriamente al Pavo y criminalmente se le ordene, que todas las veces que despliegue al viento la variedad de su bizarría, haya de recoger la vista a la fealdad de sus pies, de modo que el levantar plumajes y el bajar los ojos todo sea uno: Que yo aseguro que esto sólo baste a reformar su ostentación”.
Y así concluye Baltasar Gracián la fabulilla: “Aplaudieron todas el arbitrio, obedeció él y deshízose la junta, despachando una de las aves a suplicar al donosamente sabio Esopo se dignase de añadir a los antiguos este moderno y ejemplar suceso”.
¿Y los instigadores se fueron de rositas, sin reprensión alguna?
ResponderEliminarSr. Luri,
ResponderEliminarHe encontrado esto que quizás le interese.
http://chronicle.com/free/v55/i07/07b01101.htm
Esta fábula me lleva a una de las caracterísiticas de las utopías y de la profesión de fe de los reformadores sociales que más perplejidad me ha causado siempre: ¿Por qué odian la belleza?
ResponderEliminarEl relato, sr. Luri, es magnífico.
Porto: Ya se sabe, calumnia que algo queda...
ResponderEliminarSiempre es más fácil expandir sin pruebas una culpa ajena que justificar la inocencia propia.
Claudio: Muchas gracias, un texto magnífico. Con una claridad que echo con frecuencia en falta por aquí.
ResponderEliminarBorja: No creo que odien la belleza. El constructivismo ruso o la estética nazi no se puede rechazar así como así. Lo que me parece que odian es cualquier manifestación de belleza que no se adecue a lo políticamente correcto. Es decir: los totalitarismo son -y quizás antes que cualquier otra cosa- imperialismos estéticos.
ResponderEliminarHoy han ilustrado este post.
ResponderEliminarhttp://www.elpais.com/vineta/?d_date=20081031&autor=Erlich&anchor=elpporopivin&xref=20081031elpepuvin_2&type=Tes&k=Erlich