I
Las grandes catástrofes, como la guerra o los desastres naturales, muestran verdades políticas que la normalidad tiende a ocultar.
II
Por una parte, lo más miserable se pone de manifiesto sin máscaras. Pienso, por ejemplo, en el vecino que sale a ayudar y los ruines aprovechan su ausencia de casa para ocupársela. Pero pienso también en tantas personas como se han jugado la vida en situaciones de extremo riesgo para ayudar a sus semejantes. Y en los que se limitan (nos limitamos) a ver el espanto con nuestra conciencia en nuestras inútiles manos caídas.
III
Y pienso, sobre todo, en los más que comprensibles cabreos. La desesperación política necesita responsables políticos. No digo que no los haya. Probablemente los hay, y deberán, si es así, rendir cuentas. Pero la inevitable y políticamente necesaria exigencia de responsabilidad a las personas nos permite ignorar la imposibilidad de pedir responsabilidades a la naturaleza. Nadie pudo prever que caerían más de 400 litros por metro cuadrado en tan poco tiempo.
IV
En definitiva, es más consolador sospechar que el culpable es el otro que lo otro. Ante el otro, mi desgracia era evitable; ante lo otro, mi vulnerabilidad es absoluta. Ante el otro, el consuelo (por precario que sea) de la ley; ante lo otro, la fragilidad sin consuelo.
V
Si soberano es quien tiene capacidad de decretar el estado de excepción, la naturaleza es más soberana que la política. Y por eso mismo es más irracional.
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