31 de diciembre. Otra etapa culminada de esta migración por el tiempo. Por algún lugar escribe Unamuno que hay dos clases de viajeros, los migrantes y los turistas. Los primeros viajan en el tiempo repetido. Los segundos viajan por el espacio irrepetible. Podríamos decir entonces que para unos el tiempo es superior al espacio y para los otros, al revés, el espacio es superior al tiempo. Aquellos están siempre reiniciando (construyendo el mismo nido, siguiendo la misma ruta, incubando los mismos huevos...); estos están persiguiendo la diferencia. Pero el 31 de diciembre es el triunfo inapelable del tiempo. Si algo tengo que resaltar de este año que se acaba, desde un punto de vista estrictamente personal (dejo, pues, las despedidas) es el tiempo: he cumplido 70 años y he notado con claridad mi transubstanciación. Los nietos han crecido como plantas tropicales y los hijos siguen con su vida, tan íntima y remota. Se han multiplicado los entierros y es difícil pararte a hablar con algún conocido y no acabar sacando a relucir achaques, medicinas, prótesis y hospitales. Pero estoy decidido a seguir mirando adelante y me gustaría que, como quería Miguel Torga la palabra «esperanza» fuese la última que saliera de mi boca.
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