La Navidad es la repetición de lo distinto. Todo es igual -o casi- a lo del año pasado, pero todo es distinto porque falta este o aquella y en la cena del 24 vamos a aparentar que no los echamos en falta. Las luces son otro intento de acercar a nuestras calles las estrellas del cielo y, lo quieras o no, se reblandece un poco el alma con estos resplandores, porque la Navidad es la fiesta mayor de los pobres y, en el fondo, muchos de nosotros nos sentimos un poco intrusos sentados cómodamente ante una mesa repleta de alimentos. Es más difícil en estos días negarle a un pobre unas monedas. Nos miramos a las caras sin atrevernos a decirnos lo que han crecido los nietos y, ¡ay!, los abuelos. La música de estos días no es un mero adorno, es su esencia. Algo que es más grande que la realidad no encaja en la realidad y por todas partes las costuras del mundo piden una punzada complementaria de armonía. Y las palabras del cura en la Consagración, que no son suyas, porque él solo es un eco, nos dicen que hay verdades en nuestros propios cuerpos que tampoco caben en nuestros perfiles cotidianos.
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